Jesús Vallejo Mejía
Jesús Vallejo Mejía
La civilización política reposa sobre un principio básico: el monopolio de la fuerza por parte del Estado y bajo el control del Derecho. Si el poder del Estado se funda en la democracia y protege derechos fundamentales que mejoren la suerte de las comunidades, muchísimo mejor. Estos son los ideales que proclama el Occidente y tratan de expandirse con relativo éxito por todo el mundo.
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Hay, como ahora se dice, golpes de Estado duros y blandos. Los primeros acuden a la fuerza de las armas o a las explosiones populares. Los segundos son sinuosos, taimados: dicen respetar la institucionalidad, pero la desconocen torciéndole el pescuezo para ponerla a decir lo que sus normatividades no autorizan. Es posible que haya golpes en que ambas modalidades, el empleo de la violencia y la distorsión de las reglas constitucionales, se junten para obtener el resultado de una modificación irregular del régimen político.
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Las sociedades modernas se caracterizan, entre otras cosas, por el dinamismo de sus transformaciones. El cambio se da en ellas constantemente y de muchas maneras. Cuando uno ha vivido más de 80 años puede dar fe de ello. Mi mundo de hoy no es el mismo de cuando era niño, adolescente, joven o adulto. Llegada la vejez es posible apreciar muchos aspectos positivos de esas transformaciones, pero también los negativos o al menos preocupantes.
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El que nos desgobierna ganó las elecciones presidenciales porque les hizo creer a los votantes que llevaría a cabo un programa de cambio de inspiración socialdemócrata, vale decir, de izquierda moderada. Ocultó sus verdaderas intenciones, consistentes en provocar en Colombia una revolución comunista inspirada en los postulados del castrochavismo.
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Se cuenta que Eróstrato, un humilde pastor griego, quiso ganar fama cometiendo un destrozo enorme. Para lograrla, incendió el templo de Artemisa, en Éfeso. Obtuvo con ello la ejecución, pero también un renombre infame que llega hasta nuestros días. Hoy, los psicólogos hablan del síndrome o el complejo de Eróstrato para referirse al fenómeno por el cual ciertos individuos están dispuestos a incurrir en cualquier atrocidad que los dé a conocer con asombro entre sus semejantes.
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Se dice que las comparaciones son odiosas. Puede que así sea, pero no podemos dejar de hacerlas cuando las circunstancias lo indican.
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En mi más reciente escrito para este blog aludí a una pieza teatral de Henri de Montherlant que trata sobre esos amores adolescentes que no osan confesar su nombre, "La ciudad cuyo príncipe es un niño", para señalar la desgracia que representa para nosotros el estar bajo la férula de un desquiciado mental.
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No debe de extrañarnos la agresiva respuesta que el desquiciado que habita en la Casa de Nariño le dio a la noticia de que en el CNE se radicó un proyecto para imputarle cargos a él y al gerente de su campaña presidencial por haber excedido los topes legalmente fijados para la financiación de la misma (vid. Petro insinuó que se quedaría en el poder hasta que el pueblo diga (pulzo.com).