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Jesús Vallejo Mejía                                                                                 

En su excelente libro "La Verdadera Historia de Colombia", Hernando Gómez Buendía llama la atención sobre dos peculiaridades institucionales muy propias de nuestro país: el presidencialismo y el centralismo excesivos que resultaron de la Constitución de 1886.

Cuando ésta se aprobó, se cuenta que uno de los delegatarios le comentó al señor Caro que habían adoptado una monarquía. Caro, con la sorna que lo caracterizaba, respondió: "Sí, pero desafortunadamente electiva".

La figura presidencial había quedado reducida a su mínima expresión en el estatuto de 1863, en el que los radicales trataron de frenar los ímpetus dictatoriales de Mosquera, que se hacía llamar el Gran General. El presidente en ese entonces era elegido por el voto de los estados soberanos para un período de dos años y lo limitaba severamente el senado, llevando al extremo la fórmula que en los Estados Unidos se conocía como el gobierno congresional, que dio título después a un célebre texto de Woodrow Wilson (vid. El gobierno congresional y la administración pública | Wilson | Revista de Administración Pública (unam.mx).

Nuestro régimen presidencial ha experimentado numerosas y graves vicisitudes a lo largo de los últimos 138 años. En 1991 se intentó reducir su influencia, pero quedaron vestigios de poderes discrecionales, en la práctica incontrolados, que hacen que gravite severamente sobre el espectro político y que en manos de alguien poco confiable y nada respetable podrían acarrear ruinosos daños institucionales.

El señor Caro predicaba la irresponsabilidad presidencial, pero a cambio de la responsabilidad de los ministros, lo que implicaba lo que el profesor Lowenstein en su "Teoría de la Constitución" denominaba un control intraorgánico (vid. (99+) TEORIA DE LA CONSTITUCION - KARL LOEWENSTEIN (1) | rosalyn tullume - Academia.edu). Esa responsabilidad ministerial de hecho ha sido letra muerta, pese a la moción de censura que se instauró en 1991 y no ha dado resultados efectivos.

El juicio, bien sea por responsabilidad política o responsabilidad penal, pasa por el filtro de un cuerpo cerrado y proclive a toda suerte de manipulaciones. A sus integrantes sólo puede controlarlos la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, en caso de que incurran en delitos vinculados con el trámite de sus diligencias. Pero es algo bastante remoto.

Si algo fuere menester que se reformara en nuestra Constitución Política es lo atinente a la institución presidencial. Hay muchas iniciativas que podrían adelantarse al respecto, pero falta lo más importante: la decisión política.

El excesivo centralismo es otra lacra de nuestro régimen constitucional. Núñez pensaba que lo importante era combinar la centralización política con la descentralización administrativa. Pero recuerdo que el sabio Ramón de Zubiría me comentaba que en la práctica la consigna de Núñez había derivado en una descentralización política en cabeza de los jefes regionales de los partidos y una rigurosa centralización administrativa fundada en los abultados recursos de que dispone casi que a su antojo el gobierno nacional.

La Constitución de 1991 no logró ponerle coto efectivo a esta tendencia y es por eso que hoy se advierte en varias regiones del país un vigoroso movimiento en favor de una descentralización fiscal que garantice el principio de autonomía que la Constitución ha consagrado para las entidades territoriales. ¿Por qué temerle a que esas legítimas aspiraciones deriven hacia la adopción de un régimen federal o, al menos, a la fórmula de la federalización que en su hora propuso el entonces presidente López Michelsen?

Por desventura, las ideas sobre modificación constitucional que parece albergar el actual inquilino de la Casa de Nariño no se encaminan a mejorar nuestro régimen político, sino más bien a deteriorarlo más de lo que está.

Publicado en Columnistas Nacionales

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