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Luis Guillermo Echeverri V.*                                                                                                   

La formación de un movimiento antitaurino se origina en una estrategia de mercadeo politiquera para la conquista del voto de una minoría anárquica. Es el resultado del culto a la indeterminación y la falacia propias del absolutismo que quiere terminar circunstancialmente con la tradición y costumbre cultural de las naciones donde históricamente se aprecia, se valora e interpreta libremente el arte milenario de la lidia de los toros bravos, y con ello la existencia de su especie.

Escribo con respeto a quienes en todo su derecho no gustan de la tauromaquia, para aquellos detractores activistas que son incapaces de comprenderla y apreciarla, para los legisladores oportunistas e incultos que ignoran la realidad de la naturaleza y la historia de nuestra cultura, para aquellos falsos animalistas que por moda han sido influenciados por el progresismo como manifestación moderna de las distorsiones del socialismo, una fuerza que asesina libertades y va promoviendo creencias acomodadas, propias del populismo que dominan la actualidad.

La crítica insensible e insensata que condena la tauromaquia refiriéndose a ella como una “fiesta sangrienta”, no comprende que ello obedece a que hace parte de la cultura y las tradiciones de los pueblos donde por siglos se han corrido toros bravos en el campo, en las calles, en corrales y en plazas públicas. A lo largo de toda nuestra civilización la lidia y sacrificio de toros bravos, como la caza y la pesca posibilitaron la subsistencia humana, y luego en la península Ibérica y el Mediterráneo galo las corridas de toros reemplazaron el combate público entre seres humanos y se fueron convirtiendo en una representación artística y en toda una cultura popular que durante la colonia se extendió a Hispanoamérica.

La tauromaquia es expresión inmortal de libertad. Es una manifestación artística que ha existido, existe, seguirá existiendo pues es imposible borrar las vivencias culturales de los pueblos a lo largo de su historia, por mucho que un puñado de legisladores incultos se lo propongan.

La tauromaquia en todas y cada una de sus manifestaciones tiene la complejidad más vívida del arte puro, profundo y lleno de sentimiento, reservado a unos pocos valientes iluminados que son capaces de superar con ingenio, esfuerzo, determinación e inteligencia los miedos propios de la constante amenaza que representa la pérdida de la existencia ante el poderío y la fuerza bruta y noble que ha simbolizado a través de los siglos el toro bravo.

La tauromaquia es arte y ha inspirado artistas que por siglos la han plasmado en sus obras de poesía, escritos, esculturas, estatuas, partituras, cantos, música, danzas, cuadros, fotografías y películas; está embebida en el culto religioso, en las manifestaciones de la arquitectura de lugares públicos, en la herencia cultural del desarrollo de las naciones en el tiempo, en las esencia de las creencias de las etnias que empezaran en oriente, en las economías de los pueblos latinos, y en las alegrías y las tristezas de las sociedades que han rendido culto al toro bravo.

Es la tauromaquia la manifestación artística más real que se despacha. Es una combinación profunda de diversos sentimientos, de gracia y alegría, de júbilo y tragedia. La tauromaquia emana del poderío, la belleza y la majestuosidad del toro y el caballo aunadas a la sapiencia de hombres y mujeres que le ofrecen emociones a quienes valoran su entrega, su noble estoicismo inteligente, y ese sentimiento único que se expresa cuando toro, caballos y toreros dan de sí lo mejor para convertir en belleza el transcurso de esas embestidas en las que se esconde la muerte.

La tauromaquia para quien la conoce y la valora, es la liturgia cultural de toda la natura con su infinito colorido, su grandeza, elegancia y belleza, de sus sonidos y su música, del movimiento convertido en la danza entre el toro, el caballo y el hombre. Es la representación teatral más real y completa de la lucha perpetua entre la vida y la muerte, es el espectáculo de todas las fuerzas del campo que le regalan vida a toda la existencia de las urbes.

En la plaza de toros se representan todas las vicisitudes y dificultades de la existencia; hay tradiciones, cultos, historia, jerarquías, colorido, música, alegrías y tristezas, incertidumbre y certeza, una lucha noble llena de complejidad y sencillez, abundancia y escasez, pragmatismo, sabiduría y espiritualidad, hay fe y esperanza contrapuestas al drama de lo inevitable, y hay democracia pura pues el respetable paga y es quien expresa complacencia o rechazo.

 El toreo es un espectáculo reservado para seres sensibles capaces de ahondar en más lo complejo de la gloria y la amargura para comprender la inmensidad de la naturaleza y la sutil esencia que marca la existencia. No conozco a nadie que se haya puesto delante de un toro que no sea un gran ser humano y una persona llena de valores, sensibilidad, nobleza y de la responsabilidad que llega hasta el extremo de jugarse la vida libremente cada tarde de toros.

La vida me hizo parte de la hermosa locura artística e incomprensible de ser torero, nací torero, libremente elegí serlo e inevitablemente lo seré hasta el día de la muerte. Me queda mi propia gloria que se la debo al toro bravo, al valor de mis caballos, a mis mentores y maestros y a los públicos que entendieron mi escueta pero verdadera tauromaquia. Me queda la conciencia de que con total entrega expuse mi vida y la de mis caballos en función de cumplirle al respetable, que pagó por apreciar un arte infinito que representa la incertidumbre que habita entre los ruedos y en todas las realidades de la vida.

*Rejoneador de toros

Publicado en Columnistas Nacionales

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