Jon Alpert, camarógrafo de Nueva York, activista de izquierda y admirador de Fidel Castro, realizó cinco viajes a Cuba con sus cámaras militantes, para documentar las conquistas de la revolución socialista a lo largo de cuarenta y dos años (1974-2016). Castro "distinguía" a Alpert y en 1979 lo invitó a viajar en su avión a Nueva York. Alpert fue quien grabó aquel tedioso discurso del dictador en la ONU donde se hizo la disparatada pregunta -muy celebrada por los "justicialistas"-: “¿Por qué unos pueblos han de andar descalzos para que otros viajen en lujosos automóviles?”
Ese trabajo documental de un reportero gringo de los años setenta, aunque carente de profundidad y calidad artística, se ha convertido en uno de los mayores tesoros de una ciencia conocida como arqueología social. El archivo selecto del camarógrafo -el material fílmico en bruto totaliza mil horas-, demostró sin pretenderlo y más bien a su pesar, con pruebas irrefutables, que el comunismo fue y sigue siendo el más cruel y devastador experimento de ingeniería social de todos los tiempos. Hablo de “Cuba y el Camarógrafo”, película disponible en Netflix.
De manera circunstancial, Alpert conoció en 1974 a tres familias de "nadies" cubanos, familias pobres a las que, creía él, la Revolución estaba en camino de redimir de la pobreza y la marginalidad (el concepto “nadies” lo tomó la izquierda de un poema de Eduardo Galeano). El documental de Netflix es una prueba irrefutable de que la tal redención comunista nunca ocurrió y que todo lo que predicó y practicó Fidel era un verdadero disparate: el disparate de la economía marxista puesta en marcha en muchas latitudes, cuyo objeto obsesivo es destruir la economía natural, moldear artificialmente la conducta humana y tipificar como delito la economía de mercado.
El virtuosismo del trabajo de Alpert reside en su ingenuidad, bondad y paciencia personales. En sus cinco viajes, visitó a las mismas tres familias porque los consideraba sus amigos. Su cámara, con la objetividad insolente de los objetos inanimados, documentó cómo los cuarenta y dos años de comunismo fueron llevando a esas familias a una ruina material absoluta en un entorno de desastre económico nacional. Y digo "ruina material" para hacer notar que no hubo una total ruina moral de los protagonistas. Ellos nunca se derrumbaron e, incluso, aceptaron su suerte individual como una condena inapelable dictada por algún dios ciego y cruel. Una de las tres familias llevaba el apellido Borrego, pero no considero adecuado hacer juegos de palabras ni alegorías respecto a la sumisión del pueblo cubano al fanatismo tiránico de los comunistas.
Todas las sociedades que emprendieron la “construcción del socialismo” sufrieron una suerte igual: fueron obligadas a memorizar el catecismo anticapitalista y se sometieron a la dictadura del partido único. De todas esas experiencias (Rusia, Alemania, Cuba, Camboya, Venezuela, etcétera) quedaron obras literarias, arte y extensos archivos elaborados con meticulosa escrupulosidad por la burocracia estatal. Sin embargo, ningún país comunista contó con un providencial camarógrafo que dedicara cuarenta y dos años de su vida a grabar las caras y oír las voces de quienes construían un sistema que destruía sus casas, sus sanitarios, sus cocinas, sus patios y vaciaba las despensas y las neveras.
Los Borrego, esos campesinos protagonistas, son la prueba de que Castro y el Partido Comunista de Cuba sembraron hambre en la isla; otra de las familias del experimento confirma que en Cuba se tipificó como delito el “comercio con ánimo de lucro” y el protagonista tuvo que pagar su emprendimiento con cuatro años de prisión; y la tercera familia narra la diáspora y su disolución. En 2016, los que se quedaron en Cuba, vivían de las remesas que llegaban de Miami.
* Publicado en su cuenta de X (@JOSEOBDULIO) en septiembre 15 de 2024.