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Rafael Nieto Loaiza                                               

Generalizar sería un error. No todos sufren de semejante mal. Pero no tengo duda de que hay una fractura ética en la sociedad colombiana. Resalto dos síntomas. Uno, la corrupción sistemática de este gobierno, que encuentra su peor manifestación en la operación de saqueo de la UNGRD y la compra de congresistas, ordenada desde la Presidencia misma. No es ni mucho menos el único caso. Al revés, casi no hay área de gobierno donde no salte la pus. Dos, los disturbios en Miami en la final de la Copa América, con miles de colombianos ingresando de manera ilegal al estadio, enfrentándose a los guardias de seguridad y dañando la infraestructura y el mobiliario.

Hay que advertir que la corrupción no es exclusiva de este gobierno, aunque no recuerdo uno en que fuera más generalizada ni en que se robara tanto. Ha habido corrupción en otros gobiernos, pero este es el gobierno de la corrupción. Prueba que la izquierda, incluso la más extrema, la que hizo del tema el eje de su discurso político, también entra a saco contra los recursos públicos. Y no solo en el gobierno nacional. En las administraciones municipales ha sido igual. Basta ver lo de Samuel Moreno en Bogotá o, más recientemente, el horror de Ospina en Cali, Quintero en Medellín y Caicedo en Santa Marta.

La corrupción no tiene color ni partido, se despliega feroz por todo el espectro político, de la extrema izquierda a la derecha. Con la característica  particular de mirar hacia otra parte cuando los corruptos son de los propios. Los catones, en cambio, florecen cuando se trata de los contradictores políticos. 

No deja de preocuparme la erosión de la credibilidad de la narrativa anticorrupción. Rodolfo Hernández construyó su candidatura en su supuesto compromiso contra el flagelo y resultó un bandido. Los verdes urdieron el referendo anticorrupción, que además nos costó trescientos mil millones de pesos, y son la columna vertebral de la expoliación de la UNGRD. Y Petro y la izquierda se inventaron la lista de la “Decencia" e hicieron sus campañas atacando la corrupción de gobiernos anteriores y resultaron peores. Será inevitable que, en adelante, la ciudadanía vea con desconfianza a quienes enarbolen la bandera de la lucha contra la corrupción. Y digo que me preocupa porque el combate contra el flagelo será vital para nuestro futuro.

Lo de Miami es otra faceta del problema. Hay quienes han explicado lo ocurrido por los sentimientos que despiertan el fútbol y la selección nacional. Pero el contra argumento es obvio: quizás en ningún país el balompié y la selección son tan importantes como en Argentina. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de los miles que se colaron a la final y destruyeron lo que encontraron a su paso fueron colombianos y no argentinos.

Desde Gustave Le Bon, se ha estudiado la sicología de masas. En ciertas circunstancias, entre multitudes, los individuos pueden sufrir una transformación radical y comportarse de una manera transgresora que jamás tendrían solos o en pequeños grupos. La mimetización y el anonimato, se prueba también en las redes, despiertan en algunos agresividad, violencia y disposición a romper la ley.

Pero no debería minimizarse lo ocurrido. Hay miles y miles de ejemplos de multitudes que se comportan de manera civilizada, con cuidado de los derechos y bienes ajenos, y con respeto de la ley. Y en otros países se guardan las filas, no se bota la basura a las calles, no hay colados en los sistemas de transportes públicos, se cuidan como propios -lo son, además- los recursos públicos.

La corrupción y los desmanes de Miami están relacionados. El mal ejemplo contamina. Los ciudadanos ven como los más encumbrados, los de cuello blanco, delinquen y lo hacen casi siempre con impunidad. Y encuentran también que los criminales que se organizan, los que matan mucho y por mucho tiempo, no solo tampoco pagan por sus delitos, sino que tienen beneficios políticos y económicos que los ciudadanos de bien, los que siempre han respetado la ley, jamás han recibido.

Además, desde la irrupción del narcotráfico, segunda mitad de los setenta con la bonanza marimbera, se rompió la estructura ética de la sociedad colombiana. Se difundió la percepción de que se puede hacer dinero rápido, sin esfuerzo ni trabajo, violando la ley y, cuando es necesario, acudiendo a la violencia. Desde entonces, muchos colombianos creen que entrar a la administración pública es la oportunidad para hacerse ricos.

Más allá de este nefasto gobierno, hay que trabajar en la cultura ciudadana, en la reconstrucción de la ética. Y hay que tomar dos decisiones que hoy son contraculturales: hay que aplicar la ley a rajatabla, eliminar la impunidad, castigar a los culpables, y hay que acabar con la idea de que la paz se hace premiando a los criminales.

Publicado en Columnistas Nacionales

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