Desde su campaña por la presidencia, Petro empezó a tejer una estrategia para asegurar el triunfo. Esta era la tercera y definitiva aspiración por la presidencia. Poco importaba si el plan conducía hacia una declinación de objetivos y principios o al menos pasar por encima de ellos.
En reuniones con sus asesores, su hermano y personas de confianza, se llegó a la conclusión de que no se podía perder esta oportunidad y que, si era necesario, habría que sacrificar coherencia y lealtad a sus viejas banderas ideológicas. Más importante que los dogmas es la victoria costare lo que costare.
Tal diseño se concretó en campaña y luego desde presidencia. Petro le reduce intensidad a su brutal tradición retórica sobre el modelo, la oligarquía, la vieja política, el paramilitarismo y las mafias y los disolventes discursos apocalípticos, con el fin de ganar votos en sectores de indecisos.
En el tema de corrupción, por ejemplo, los colombianos supimos del “pacto de La Picota” gestionado por su hermano Juan Fernando y por su amigo, hoy Alto Consejero para la Paz, Danilo Rueda, del que surge en forma de consigna la idea del “perdón social” y la “reconciliación nacional” en el marco de su política “paz total”.
En apariencia, Petro transmitía a la ciudadanía uno de los ejes de su propuesta de “Paz total” con el que, en aras de ese gran anhelo nacional, es necesario tomar decisiones dolorosas y hasta contrarias a la justicia. Ese burladero quedó instalado desde las negociaciones de Santos con las Farc. Pero, y eso no fue lo que se descubrió de inmediato, dicho “pacto” supuso un acuerdo con el bajo mundo, con el lumpen, con los jefes de bandas, clanes y grupos ilegales, para que le hicieran campaña en sus zonas de influencia y a cambio, él, ya presidente, impulsaría su proyecto de perdón que los pondría en libertad.
Esto significaba, ni más ni menos, hacer lo mismo que tanto les criticó a los políticos tradicionales que se aliaron con frentes paramilitares para obtener votos, la “parapolítica”, y por el cual decenas de dirigentes que sucumbieron a ese apoyo, terminaron enjuiciados por la justicia condenados a cárcel y a pagar multas, a pedir perdón y a resarcir a las víctimas.
Estamos ante una reedición de aquello que condenaba con toda su energía el entonces congresista Gustavo Petro, con el agravante de que hoy, ya como presidente, lo hace con ropaje de paz, de legalidad, de reconciliación. Las negociaciones de paz con los paramilitares en Santafé de Ralito decía, era una negociación de “yo con yo”. Petro va más lejos pagándoles su apoyo electoral al atraerlos hacia su “paz total” que quiere decir: no más cárcel, designación como gestores de paz, pago a asesinos para que dejen de matar, no persecución al narcotráfico, estatus político, protección oficial, silencio sobre ingreso de dineros ilegales a su campaña entre otros beneficios. Todo porque lo importante por encima de la ley, la constitución, el honor, la ética, los principios, la coherencia, del pudor, del respeto a la democracia, era ganar la presidencia.
Se ha llegado tan lejos en esta política, (en cuyas sombras se distinguen tres personajes siniestros con “gestas” en pro de la impunidad, del debilitamiento de la Fuerza Pública y de la normalización del delito: los ministros de Defensa, de Justicia y de Relaciones Exteriores) que estamos ante la claudicación de nuestro estado, ese estado atacado con total fiereza por Petro y la extrema izquierda, que ahora en sus manos les brinda estatus político a grupos de connotados criminales comunes y mafiosos borrando de esa forma la diferencia insuperable entre el delito político y el delito común, bandera muy apreciada por las guerrillas colombianas.
Avanza a pasos de gigante en la táctica leninista de destrucción del estado burgués, del Ejército que lo sostiene y de su falsa justicia
Otro asunto que descubre de un todo y por todo la calaña dictatorial e irrespetuosa de la separación de poderes por parte de Petro es la burla que trata de llevar a cabo con la reforma a la salud. El chantaje económico a las EPS para arruinarlas a punta de impagos para que ellas, como “en el juego de dominó” terminen de fracasar y entonces, el estado, su nuevo estado socialista, asuma esas funciones, burlándose de cualquier intento del Congreso si negara su ruinosa reforma.
Estamos ante un presidente camorrero, arbitrario, que no admite el equilibrio de poderes. Vendrá luego el chantaje contra la Justicia con amenazas de reducción de su presupuesto si no se hace lo que él propone.
Y para cerrar, por ahora, sus alianzas con sectores de “la vieja y tradicional política” para ganar la gobernabilidad que nuestra democracia en franca lid no le dio. Traiciona también su retórica demagógica, convierte el gobierno y la gobernabilidad en una piñata: reparte embajadas, ministerios, viceministerios, nombra personas de dudosa reputación moral o en líos con la justicia o carentes de mérito, sostiene tesis que causan desconcierto y pánico económico, lleva a Ecopetrol a la quiebra, ataca a los empresarios, a los medios y le escurre el bulto a la muy presumible recepción de dineros ilícitos en su campaña.
Con toda razón se puede decir que hoy Colombia enfrenta la más delicada crisis institucional desatada por un presidente que se comporta como le da la gana, irrespetuoso de la institucionalidad, del orden y la economía. Nos invita a lo imposible: reconciliarnos con el crimen como si todos fuéramos criminales.