Esos devaneos y otros errores, dice su biógrafo, tenían en vilo sus posibilidades de reelección, de suerte que el asesinato le llegó en buena oportunidad. En alguna parte leí que aprovechó una escala de su desafortunado viaje a Texas para confesarse con un sacerdote. Es creíble, pues la gracia de Dios no escatima oportunidades para manifestarse.
Traigo esto a colación a propósito de las frecuentes e inexplicables ausencias de quien hoy nos desgobierna. Los rumores son cada vez más alarmantes. A raíz de alguna indiscreción de Benedetti, que dice haber sido su compañero de juergas, se habla de su afición no sólo por la bebida, sino también por la cocaína. Es posible, pues con frecuencia se acude al alcaloide para paliar los efectos del alcohol. En los tiempos que corren el alcoholismo suele estar asociado con la drogadicción.
Según se ha mencionado en las redes sociales, a raíz de alguna de sus escapadas uno de sus guardias comentó que se les había vuelto a perder.
Pues bien, ¿qué sucedería si en medio de lo que eufemísticamente se cataloga como su agenda privada se produjera algún acontecimiento de suma gravedad que requiriese atención inmediata?
Poca duda cabe acerca de que ese comportamiento recurrente es irresponsable a más no poder. Y esa irresponsabilidad bien podría encasillarse dentro de la indignidad en el ejercicio del cargo que constituye causal de destitución.
Es una causal que no toca con delitos definidos en el Código Penal. Su configuración atañe más bien al ordenamiento de la moralidad. Al fin y al cabo, la autoridad debe revestirse de eticidad para que sea respetable a los ojos de los súbditos. El poder que se ejerce indignamente suscita reacciones que terminan erosionándolo.
Es lo que sucede hoy en día entre nosotros. Una encuesta reciente concluye que buena parte de la opinión considera que nos desgobierna una mala persona a la que en lugar de admirarla se la desprecia.
A pesar de la desmoralización reinante en nuestra sociedad, la gente sana del pueblo se muestra escandalizada por la ruindad de quien ha mostrado ser un padre irresponsable y por lo tanto indigno.
Sobre los congresistas pesa hoy una responsabilidad histórica. Es su deber ante el país que examinen la conducta de quien ostenta la jefatura del Estado, para decidir si es moralmente idóneo para ejercerla.
Sus exabruptos cotidianos, según se ve en el listado de los que, peor que trinos, son graznidos a través de los cuáles expele el veneno que pudre su alma, ameritan que se proceda a decidir sobre su permanencia en el cargo de más elevada jerarquía dentro de nuestra institucionalidad.
¡Que Dios se apiade de nosotros!