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Eduardo Mackenzie*  

El dolor de los colombianos por el vil asesinato del subteniente Ricardo Arley Monroy Prieto, de la Policía Nacional, en la vereda Los Pozos, Caquetá, el pasado 2 de marzo, no pasa. El dolor sigue ahí, clavado como una enorme espina en el espíritu de todos. No aceptamos que eso haya podido ocurrir. Condenamos la atrocidad cometida por los bárbaros protegidos de la llamada «Guardia Campesina Lozada Guayabero».

El subteniente Monroy fue herido en la cabeza y degollado con arma blanca. Murió tras varias horas de agonía en el suelo sin recibir atención alguna de esa gente, sin recibir apoyo de la Policía Nacional ni del Ejército, responsables del control del orden público en esa zona. Un civil murió por disparos cuyo origen no ha sido determinado. Los policías del ex Esmac no portaban armas de fuego.

Gustavo Petro dejó transcurrir siete horas de terror antes de emitir la orden a los bandidos de que dejaran en libertad a los policías y civiles secuestrados.

Los que organizaron ese asesinato escogieron friamente su víctima, el lugar, el modo de operar y los ejecutores. Según la prensa, a la «guardia campesina» se sumó un sector de la «guardia indígena» de Caquetá, todos instigados por las Farc, que la prensa llama ahora«disidencias». Bastión subversivo durante años, en Los Pozos las Farc firmaron el 9 de febrero de 2001 un acuerdo de paz de 13 puntos con el gobierno de Andrés Pastrana, que fue rechazado por las Farc días después. Esa región durante tres décadas ha sufrido más de 400 ataques. Los blancos: la fuerza pública, la población, las autoridades, las empresas y las obras de infraestructura.

Esta vez, los agresores escogieron los elementos de lenguaje que sus voceros debían utilizar para tratar de convencer a los colombianos que allí no había pasado nada, que el problema es el petróleo y la inversión extranjera y que debíamos pensar en otra cosa.

Así asesinaron por segunda vez al subteniente Monroy.

Montaron ese tinglado sangriento en Los Pozos para aterrorizar al país, y para decirnos que hay que doblar la rodilla ante una «paz total» inviable. Lo que hicieron fue develar que algo muy grave se cierne sobre Colombia, algo peor que las «repúblicas independientes» de 1961, peor que la masacre de magistrados del Palacio de Justicia en 1985, peor que la ofensiva dinamitera nacional de Pablo Escobar en 1989.

El país está viendo que, por primera vez, la dinámica de intimidación viene de la nueva clique de usurpadores que pretende gobernar a Colombia.

Estos calculan que su lenguaje y sus artilugios de propaganda dormirán a la opinión una vez más. Confían en sus granjas de trolls para confiscar el raciocinio de la población, para inyectar el olvido y la división y para aislar a los opositores.

Pero no. No habían imaginado lo que ocurre en estos momentos. Creían que el brutal asesinato de un miembro de la fuerza pública pasaría como tantas veces al olvido 24 horas después. No fue así. Es como si el linchamiento y asesinato del subteniente Monroy y el desarme y secuestro de sus 79 compañeros y de 6 empleados de la firma Emeral Energy, y la tortura psicológica sufrida por todos ellos, no hubiera sido borrado por el circo de la devolución «caritativa» de esos rehenes.

Gracias a ese brutal episodio comprendimos la real dimensión del sacrificio de los policías y militares colombianos en la lucha histórica contra la subversión. No sólo de su heroísmo y patriotismo de hoy sino el que han protagonizado durante más de cinco décadas.

De pronto una verdad apareció en todas las conciencias: no podemos dejar que esto siga, y que siga en pié un gobierno que está implicado en la atrocidad de Los Pozos. Implicado sí. Lo primero que hicieron esos tres miserables, Petro, Velásquez y Prada --a quienes no puedo dar el calificativo de presidente y ministros por respeto a Colombia--, fue empeñarse en disfrazar ese crimen. «Cerco humanitario» lo llamaron. Loaron como una «buena medida» que «evitó una masacre» el no haber dado la orden de proteger a los policías enviados a una emboscada preparada de antemano. Como si el asesinato de dos personas y la humillación general de la fuerza pública fuera un chiste.

Dando prueba de incoherencia y megalomanía, Gustavo Petro definió la «guardia campesina» como un « movimiento social excluido» y acusó del doble asesinato de ese día a los « grupos que quieren destruir este gobierno ». Increíble. Esos grupos, según Petro, asesinaron «un joven policía campesino» para propiciar «la destrucción del primer gobierno progresista de este siglo». La acción de los victimarios, y de los que dieron la orden de matar, desaparece así y es endilgada a quienes se oponen a Gustavo Petro.

Petro, Velásquez y Prada son responsables del crimen de Los Pozos, por acción y por omisión. Ellos sabían que una banda armada estaba atrayendo a pobladores a un acto para pedirle a la empresa petrolera china una carretera. Tal objetivo limitado contrasta con el resultado sangriento de esa movida. Querían convertir a los pobladores en cómplices de ese ataque y del incendio de los locales de Emerald Energy. Todo para enviar una señal a las empresas en Colombia que trabajan en el sector petrolero. Ninguno de ellos ha pedido siquiera que el asesino del civil y del subteniente Monroy sea capturado.

La «guardia campesina» apareció ese día como lo que es: el brazo armado ya no de un partido ni de un grupo fanático sino de una línea gubernamental que busca destrozar al país, envilicer el sistema de salud, manipular las pensiones y, sobre todo, arruinar Ecopetrol y las empresas, grandes y pequeñas, del sector de hidrocarburos, que aportan los mayores ingresos a Colombia.

Como la ferocidad de Petro contra la industria petrolera es altamente impopular las bandas sangrientas, aparentemente autónomas, capacitadas para matar con exactitud y disimulo, provocarán la estampida de esas empresas.

No podemos dejar que ese método de gobierno prosiga. Sus estragos serán cada vez peores. No basta pedirle a Petro que respete la Constitución y los fallos judiciales: el se cree el rey del mundo y el líder de la revolución socialista.

El jueves pasado la víctima civil fue una empresa atacada en otras ocasiones por bandas ilegales. El gobierno sabía desde febrero que Emerald Energy estaba siendo hostigada con violencia. También la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo lo sabían. El ministro del Interior, en cambio, aplaudía: el ve las nuevas milicias como «instrumentos maravillosos [... ] de autoprotección de los campesinos». El gobierno de Petro quiere que esas milicias se impongan como poder regional y marginen los órganos constitucionales encargados del orden público: la policía y las fuerzas militares. El país no puede aceptar tal derrota: sustituir el Estado de derecho por un Estado mafioso. Todo eso es lo que muestra el cruel episodio del 2 de marzo en Los Pozos.

¿Qué sigue ahora? ¿Asaltarán una refinería completa, un aeropuerto, una ciudad? ¿Y siempre de la mano del «instrumento maravilloso» que esconde los asesinos en tropeles confusos y multitudes enardecidas? Esa es la nueva técnica para proteger a los artistas del machete oculto, para impedir que la justicia investigue, detenga y castigue tales incursiones.

Un exministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, estimó con razón que la desidia de Gustavo Petro ante la violencia de la «guardia indígena» es «indigna de un jefe de Estado» y que su declaración en twitter es una «justificación de acciones criminales». Un expresidente, Andrés Pastrana, ha pedido que se le abra un juicio político a Gustavo Petro por el descubrimiento de la vasta red de corrupción de Nicolás Petro. La iniciativa de Andrés Pastrana merece ser apoyada, pero no sólo por lo revelado por Days Vásquez y otros sino por eso y, sobre todo, por el terrible andamiaje que culminó en la tragedia de Los Pozos.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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