Debo confesar que mi primera reacción al enterarme de ello fue de sorpresa, pues no creo merecer tan honroso reconocimiento. Vino a mi memoria lo que les dijo el entonces cardenal Albino Luciani a sus colegas del colegio cardenalicio cuando lo eligieron papa y adoptó el nombre de Juan Pablo I: “Que Dios los perdone por lo que acaban de hacer”.
Ya próximo a cumplir ochenta años y viendo de cerca lo que con donosura llamaba Julián Marías el horizonte de las ultimidades, mi mente se ocupa ante todo de mi tránsito a la vida eterna, para lo cual hago a menudo un intenso examen de conciencia con la subsiguiente contrición de corazón, con miras a prepararme para mi comparecencia ante el Creador, de quien espero, más que la severidad de su justicia, la comprensión de su infinita misericordia.
Mi juicio sobre mí mismo no es tan amable como el de quienes tan generosamente han querido hacer este desmesurado reconocimiento a una vida que a la postre poco exhibe de sobresaliente, pues hay en ella luces y sombras, ascensos y caídas, aciertos y fracasos, como ocurre con el común de los mortales.
Bien veo que la imagen que proyecto ante mis conciudadanos bastante difiere de la que albergo en mi interior y creo que es la real con que he de presentarme ante el Supremo Juez. Pero no puedo mostrarme reticente respecto de la espontánea manifestación de simpatía que conlleva.
¿Por qué rehusar estos gestos amigables que ofrecen el consuelo y la alegría de ser bien queridos?
Hay una preciosa película de Anthony Hopkins que lleva por título, si mal no recuerdo, “Lo que queda del día”. Su tema de fondo es una sincera reflexión sobre lo que a la postre resume una vida y le confiere valor. Pues bien, como lo dijo San Agustín, seremos juzgados en el amor. Si lo hemos suscitado en nuestros semejantes, la misión que se nos encomendó estará cumplida.
La simpatía que entraña esta condecoración es obra de ese amor que no sólo justifica un periplo vital, sino que pone de manifiesto la realidad misma del espíritu y nos acerca a Dios.
Recuerdo un pasaje de “Los Hermanos Karamazov” que leí en mi ya lejana juventud y me impresionó profundamente. Es aquel pasaje en que el staretz Xocima resuelve las dudas que le planteó una dama que estaba muy confundida acerca de su fe. Cito de memoria lo que el santo le dijo: “Ame, ame profundamente, ame hasta el exceso; no le que quedará duda entonces de la existencia de Dios”.
Lo que soy y ahora se exalta en esta austera ceremonia es obra de la gracia de Dios, que ha actuado en mi vida a través de seres queridos: mis padres; mi finada esposa, que creyó en mí y me enderezó con su amor, sus oraciones, su bondad, su generosidad, su fidelidad y su abnegación; mis hijos y mis adorados nietecitos cuya inocencia angelical ha renovado en mí el gusto por la vida; en fin, tantas personas amigas, algunas de las cuales muy cercanas a mis afectos me acompañan aquí, que han hecho placentera mi existencia en medio de las vicisitudes que me han agobiado.
A ustedes, honorables concejales, y a todos los que me han prestado auxilio en este proceloso tránsito por la vida, mil y mil gracias por el homenaje que hoy recibo con humildad, pero profundo reconocimiento.
Que Dios los bendiga a todos.