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Ruby Chagüi            

Han pasado cinco años desde que la mayoría de colombianos advertimos que vendría injusticia, que no habría reparación, que seguiría la violencia y que serían premiados los criminales: cinco años han pasado desde el plebiscito en el que más de seis millones de colombianos dijimos no a la impunidad pactada por el gobierno Santos y la guerrilla de las FARC. La mayoría de ciudadanos, quienes anhelamos la paz para Colombia como cualquier persona que quiera a este país, hablamos claro: la injusticia no es el precio que hay que pagar.

La democracia reveló que existía (y existe) un profundo desacuerdo nacional y se suponía que la democracia sería honrada. Pero lo que siguió probó lo contrario: el desprecio por la ciudadanía y su derecho a escoger su destino a través de las vías democráticas. En lugar de encontrar en el resultado del plebiscito una oportunidad para trabajar por un nuevo consenso aceptable para la mayoría de colombianos, la administración Santos convidó a los voceros del NO a una renegociación que no se tradujo en cambios al texto del acuerdo que tuvieran en cuenta nuestras preocupaciones. La esencia de la discrepancia se mantuvo inalterada: la impunidad y la participación política de responsables de crímenes tan graves que, en las palabras del preámbulo del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, “conmueven profundamente la conciencia de la humanidad” y “no deben quedar sin castigo”.

La elección de Iván Duque como Presidente y la votación por el Centro Democrático al Congreso de la República -la bancada más numerosa- confirmaron que la impunidad de La Habana no era y no es digerible para la mayoría de colombianos. Sin embargo, la derrota de esta impunidad por la democracia, por la elección libre de los ciudadanos, ha sido difícil.

Quienes creemos que no hay paz duradera sin verdadera justicia y que la flexibilidad que demanda una negociación para terminar un período violento no debe llegar a la claudicación que ofende la decencia y alimenta nuevas violencias, hemos sido calificados de “enemigos de la paz” porque, valiéndonos de las herramientas que brindan la Constitución y la ley, honramos nuestra promesa de campaña: denunciar la injusticia. Hemos sido así llamados, “enemigos de la paz”, oh paradoja, por los acostumbrados a disparar contra inocentes, secuestrar personas, reclutar niños, violar mujeres, extorsionar comerciantes honestos, poner minas antipersonales que no distinguen a sus víctimas, tomarse pueblos y a tantos otros vejámenes; por unos que estigmatizan a sus contradictores; y, en general, por sectores políticos complacientes con el delito que parecen temer más a sus opositores civiles y pacíficos que a quienes se han valido de la violencia durante décadas.

La paradoja es que, cinco años después de la trampa a la democracia, cuando se han confirmado todas nuestras advertencias, se ha acusado al Gobierno de incumplir el acuerdo, al punto que el partido Comunes, sucesor de FARC, lo ha citado a debate de control político, como si hubiese sido Iván Duque el jefe de Estado que permitió el crecimiento exponencial de los cultivos de coca, o como si no fuesen integrantes de la misma guerrilla, el Clan del Golfo, el ELN, los “Pelusos”, los “Caparros” y la “Constru”, todos financiados por el narcotráfico, los responsables de la mayoría de asesinatos de líderes, activistas, policías, soldados y excombatientes. Por esto la única búsqueda coherente de la paz en Colombia es la que al mismo tiempo ataca con determinación al narcotráfico, que para la mesa de La Habana es un crimen conexo al delito político.

La fuerza de los hechos nos recuerda que el precio de la paz santista, el precio del que es supuestamente el mejor acuerdo de paz posible, es la injusticia. Este recuerdo se ha revivido ya por el cinismo de la “verdad” de la FARC, mentiras periódicas que justifican o matizan sus afrentas contra la vida y las libertades invocando causas objetivas o manipulando el lenguaje para no llamar las cosas por su nombre; ya por los amañados procesos judiciales contra estadistas y líderes nacionales que nunca se han valido de la violencia mientras que quienes sí se han levantado en armas contra Colombia pontifican desde el Capitolio Nacional. A la lista de episodios que confirman la burla al pueblo -en especial a las víctimas-, la ruptura con la igualdad ante la ley y la alteración de nuestra escala de valores por cuenta de la paz habanera, que fuera de impunidad supuso la discusión de la agenda nacional con quienes no tenían mandato para hacerlo porque no nos representan, se suman las constantes revictimizaciones a víctimas de FARC, como en el homenaje al Mono Jojoy, temible narcocriminal cuyo extenso prontuario incluye el secuestro del pequeño Emmanuel y el atentado contra el club El Nogal, y que fue abatido en septiembre de 2010. 

Es cierto que la desmovilización parcial de FARC y que conocer la “verdad” sobre hechos luctuosos para Colombia son avances. Nadie sensato lo subestima. Pero la verdad debe venir acompañada de la asunción de responsabilidad y, tristemente, no hemos conocido la verdad sino la manipulación de los hechos para eludir responsabilidades, promesas de reparación incumplidas y la repetición de la violencia porque hay guerrilleros que nunca renunciaron a ella, como los causantes de las muertes de tres soldados en Dagua, Valle, hace una semana (la discusión de si son disidentes o reincidentes es secundaria y se añade a la narrativa que excusa el crimen).

En Colombia no hay ni habrá paz porque así lo diga un papel. En Colombia hay paz donde la autoridad del Estado prevalece y se impone. Y en toda Colombia solo habrá paz cuando en toda Colombia existan la seguridad y el orden que garantizan vivir en libertad y sin miedo. Mientras esto no se logre, la paz siempre será frágil.

Encima. Como bien lo expuso el Presidente Iván Duque ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el sistema financiero internacional tiene la enorme responsabilidad de ajustar sus criterios para evaluar a los países de acuerdo con la realidad creada por el Covid-19. Aplicar estándares previos a la pandemia es injusto y equivocado. Actuar con solidaridad es un imperativo ético del que las calificadoras de riesgo no están exentas.

https://www.kienyke.com/, Bogotá, 03 de octubre de 2021.

Publicado en Columnistas Nacionales

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