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Ruby Chagüi            

Ayer se cumplieron veinte años de los tres atentados suicidas de la organización Al Qaeda la mañana del martes 11 de septiembre de 2001. Casi tres mil personas murieron y 25 mil recibieron heridas –muchas permanentes– y hubo pérdidas económicas calculadas en 10 mil millones de dólares porque 19 terroristas secuestraron a cuatro aviones comerciales de American Airlines y United Airlines para convertirlos en las armas que atacaron las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York y el Pentágono, el edificio de oficinas más grande del mundo localizado a las afueras de Washington D.C. que es sede del Departamento de Defensa de los Estados Unidos (el cuarto avión fue neutralizado antes de alcanzar la Casa Blanca).

Fue más que un ataque contra los Estados Unidos. Fue un ataque contra los ideales de La Ilustración, contra una visión del mundo inaceptable para los terroristas, intolerantes cuyo objetivo último era atemorizar y desmoralizar a la población y herir la libertad, la democracia y los derechos humanos, valores despreciados por fundamentalistas porque les parecen expresión del decadente individualismo occidental. Por estas razones y porque la tragedia tocó a más de noventa países que perdieron ciudadanos, incluso Colombia (19 compatriotas murieron), las democracias liberales debían unirse para responder al desafío del radicalismo asesino.

Colombia, quizás el país de América Latina que más ha padecido al terrorismo y mejor entiende sus consecuencias, comprendió que lo único razonable era enfrentarlo. Pocos meses después del 11-S y ante la evidencia de que las FARC se estaban aprovechando de la buena fe de la administración Pastrana, que había desmilitarizado un área de 42.000 kilómetros cuadrados de los departamentos de Caquetá y Meta en nombre de la paz, se rompieron los diálogos de San Vicente del Caguán. Era claro que resultaba imposible llegar a compromisos con intransigentes; lo sensato era defender a la población, no negociar sus derechos. Y si el establecimiento político estaba dividido en la víspera de la elección presidencial de 2002, la mayoría de colombianos teníamos claridad sobre el hombre que mejor encarnaba la defensa de la vida y las libertades, el único candidato presidencial que sin cálculo electoral se opuso desde el principio a esa negociación y que, como lo ha mostrado la historia, no ha titubeado para cuidar del terrorismo al delicado mosaico de nuestra democracia: Álvaro Uribe.

Y es que entre el fundamentalismo islámico y los extremismos guerrillero y paramilitar pueden existir diferencias de doctrina y alcance, así como matices en algunos de sus medios. Pero unos y otros comparten la esencia terrorista, esto es, el uso de la violencia como instrumento de la política, el terror indiscriminado contra civiles y la soberbia que no cree en el poder de la palabra y el debate argumentado sino en la destrucción del contradictor. Por eso la política de seguridad democrática se inscribe en la lucha global de la democracia contra el terrorismo, una lucha que no se reduce a la fuerza armada sino que se extiende a los ámbitos diplomático e ideológico.

Era preciso condenar internacionalmente a organizaciones que justifican sus crímenes invocando utopías llenas de buenas intenciones y que, cuando conquistan el poder, se valen del autoritarismo. De ahí que lograr que las guerrillas y los grupos paramilitares colombianos hubiesen sido incluidos en las listas de organizaciones terroristas de varios países haya sido un innegable logro de los gobiernos Pastrana y Uribe. Esta condena, la urgencia de pasar a la ofensiva militar y que los terroristas colombianos se financien con las droga ilegales facilitaron que el gobierno de los Estados Unidos autorizara que los recursos del Plan Colombia se usaran contra ellos.

La lucha contra el terrorismo solo podía ser consistente y exitosa, además, si se consolidaba una narrativa alternativa a la de los terroristas. Si el terrorismo valida la destrucción como medio en nombre de fines supuestamente nobles, al punto de sostener que puede tener “razones”, había que convencer a la opinión pública, a sectores políticos y a círculos académicos de lo contrario: en una democracia no hay excusa para recurrir al terror como instrumento político. Esto implica que lo más coherente con los derechos humanos en una democracia es superar la teoría del delito político, según la cual el delito puede ser herramienta para perseguir una mejor sociedad. Dicho más simple, se hacía necesario coincidir en que una revolución no tiene cabida cuando los ciudadanos pueden opinar y votar libremente en elecciones periódicas y transparentes.

Lamentablemente, en Colombia volvió a consolidarse la tesis del delito político y los terrenos ganados en los ámbitos militar y diplomático fueron cedidos en nombre de la paz y en perjuicio de la justicia para las víctimas. Y, lo que es peor, se ha mantenido una visión parcializada y que impone un doble estándar: solo son delincuentes políticos los terroristas de izquierda. Esta perspectiva anticuada carece de coherencia interna: no repara que lo que distingue al terrorismo son sus medios, no sus objetivos (tanto fundamentalistas islámicos como guerrilleros y paramilitares colombianos han tenido, según ellos mismos, buenas intenciones), al punto que en la teoría el rebelde de hoy puede ser el gobernante de mañana, mientras que el gobernante de hoy puede ser el rebelde de mañana.

Veinte años después del 11-S, veinte años después de que Colombia se convirtiera en líder latinoamericano de la lucha contra el terrorismo y consolidara su alianza estratégica con los Estados Unidos y otras democracias en la defensa de la libertad y la vida –como la prueba la decisión de recibir transitoriamente a 2000 refugiados afganos–, veinte años después que coinciden con la muerte en prisión del genocida y marxista peruano de Sendero Luminoso Abimael Guzmán, se hace imperativo revivir la discusión sobre el delito político y denunciar en todas partes y en todo momento la impunidad gozada por responsables de crímenes de trascendencia internacional. Veinte años después, la lucha contra el terrorismo continúa y quizá nuestro mejor homenaje a sus víctimas es reclamar justicia, no aceptar  acuerdos impuestos por el fusil; al fin y al cabo, pocos habrían admitido que Osama Bin Laden no fuera a prisión y tuviera una curul gratis en un parlamento.

Encima. La Ley de Inversión Social es un paso en la dirección correcta para corregir desequilibrios sociales y mejorar las finanzas del Estado. Nosotros creemos en reformas progresivas y graduales para resolver problemas concretos, no en cambios radicales que en nombre de sociedades ideales promueve el terrorismo.

https://www.kienyke.com/, Bogotá, 12 de septiembre de 2021.

Publicado en Columnistas Nacionales

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