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Nicolás Pérez         

Más allá de la discusión frente a la cadena perpetua, la cual apoyé en el Congreso, lo que más me preocupa de la última decisión de la Corte Constitucional es la profunda fractura que hoy en día existe en nuestro sistema de frenos y contrapesos. Mientras el ejecutivo y el legislativo están sometidos a todo tipo de límites, nadie controla a la Corte, la cual, a través del control de constitucionalidad por vicios de competencia, se atribuyó facultades absolutas que impiden llevar a cabo los cambios estructurales que necesita el País.

Para analizar esta realidad debemos partir de un hecho muy claro: la Constituyente de 1991 le dio la competencia a la Corte de examinar los actos legislativos, o sea los cambios a la Constitución que adelanta el Congreso, por vicios de forma y no de fondo. Esto significa que el Tribunal no era competente para analizar el contenido material de la reforma, sino que su actuación se debía circunscribir a estudiar si el proyecto se aprobó cumpliendo el procedimiento legislativo que establece la Ley 5.

La lógica detrás de esto es bastante sencilla. Cuando la Corte analiza la constitucionalidad de las leyes lo que hace es contrastar su contenido con lo establecido en la Constitución, dado que esta última prima sobre cualquier otro texto. Sin embargo, en presencia de reformas constitucionales la situación es distinta, dado que no es lógico que el Tribunal las examine a la luz de lo establecido en la Constitución que se pretende modificar. 

De hecho, frente a este tema desde 1939 la Corte Suprema de Estados Unidos cerró cualquier discusión al respecto y estableció que las modificaciones a la Constitución son aspectos políticos que no están sujetos a control judicial.

En este contexto, desde 1992 hasta 2002 la Corte se apegó a sus funciones y nunca examinó el contenido material de los actos legislativos. No obstante, en 2003 el Tribunal cambió su jurisprudencia y creó el control de constitucionalidad por vicios de competencia frente a las reformas constitucionales.

Esto, en términos sencillos, implica que la Corte estudia el contenido de fondo de la reforma para establecer si esta sustituyó o no uno de los elementos esenciales de la Constitución, lo cual no lo puede hacer el Congreso como poder derivado, sino que es competencia exclusiva del pueblo como poder constituyente.

Aunque esto suena bonito, acarrea varios problemas estructurales. En primer lugar, la Constitución no establece cuáles son sus elementos esenciales, es decir, no dice qué aspectos de ella no se pueden modificar. Ante esto, la Corte se atribuyó la facultad de identificarlos, lo cual realiza discrecionalmente caso a caso.

Claramente, esto genera una profunda incertidumbre frente a lo que se puede cambiar y lo que no, dado que el Tribunal cada vez que quiere crea un nuevo límite que no se conocía con anterioridad.

En segundo lugar, nueve magistrados no electos popularmente, por un lado, terminan ejerciendo facultades constituyentes al definir los aspectos definitorios de la Constitución y, por otro lado, cercenan la capacidad de reforma del Congreso, una institución en cuya elección participan más de 17 millones de personas.

En tercer lugar, actualmente es imposible llevar a cabo las grandes modificaciones que requiere el País. Por ejemplo, en la reforma al equilibrio de poderes de 2015 se creó un Tribunal de Aforados que buscaba cambiar la Comisión de Acusaciones de la Cámara por un organismo que tuviera dientes para investigar y juzgar a los magistrados de las Altas Cortes.

Sin embargo, la Corte Constitucional, a pesar de haber un claro conflicto de intereses, lo tumbó argumentando que afectaba la independencia de la rama judicial. Por eso es que, por mencionar un caso, la única forma de realizar una verdadera reforma a la justicia es a través de una Asamblea Constituyente, ya que cualquier otro cambio que pretenda hacer el Congreso se va a hundir en la Corte.

En otras palabras, este Tribunal decide sobre lo divino y lo humano. Dice qué se puede cambiar y qué no. Hizo del Congreso un mero notario que debe acatar sus órdenes y se atribuye casi que a diario facultades que la Constitución no le otorgó. La doctrina de la sustitución la convirtió en un poder absoluto sin límite alguno, casi como sucedía con los monarcas del siglo XVIII que nadie podía desafiar.

Lo más preocupante, es que no hay un organismo que controle su actuación, ya que la Comisión de Acusaciones no tiene la fuerza institucional para investigar los excesos competenciales de sus magistrados. Una cruda realidad de la cual debemos hablar con claridad para mejorar el diseño institucional del País.

Publicado en Columnistas Nacionales

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