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Lluís Bassets         

Entre todas las numerosas opciones que Putin tenía en su mano, el presidente ruso ha escogido la peor. Desde 1940 no se había producido una agresión injustificada, en contravención de toda la legalidad internacional y de los tratados internacionales, y abiertamente criminal, por parte de una potencia militar, la segunda del mundo, contra un país vecino, soberano y, para mayor vergüenza, pluralista y democrático, a diferencia de la dictadura que encarcela y asesina a la oposición en Rusia.

El Kremlin nunca ha ocultado sus malas intenciones. Desde hace al menos dos meses está ya ahí la amenaza de una invasión abierta que termine de una vez con la molestia de una Ucrania independiente y orientada hacia Occidente. El presidente Zelenski hizo como si no fuera cierta, para mantener alta la moral de sus conciudadanos y en marcha su economía. Joe Biden, por el contrario, se ha ganado incluso reproches de algunos de sus aliados, por señalar lo que cada vez era más evidente, y de los habituales del antiamericanismo, al comparar sus premoniciones con la invención por parte de la Casa Blanca de Bush del equivalente a las armas de destrucción masiva en Irak.

Las reflexiones históricas de Putin son deleznables, pero hay que tomar en serio sus amenazas. La guerra que ahora está en marcha tiene dos propósitos según su discurso de esta pasada madrugada, desmilitarizar y desnazificar, en los que se contienen los objetivos de la invasión. En primer lugar, dejar a Ucrania sin ejército útil e inerme y a disposición de Rusia. En segundo lugar, y como consecuencia del anterior, cambiar el Gobierno en Kiev para colocar al frente del país a un equipo de títeres como los que ya presiden las repúblicas secesionistas de Donetsk y Lugansk.

La primera operación ya ha empezado con el ataque aéreo y naval contra las bases militares, aeropuertos y puertos. La ocupación de las dos provincias secesionistas reconocidas como independientes por el Kremlin es el primer objetivo terrestre adoptado por los dirigentes prorrusos. También las ciudades costeras de Odessa y Mariupol están en el punto de mira, con la perspectiva de cerrar el acceso al mar de Ucrania, conectando el Donbas con Crimea y esta península con la república secesionista y autoproclamada de Transnistria. El Kremlin asegura que los ataques se dirigen exclusivamente a neutralizar la fuerza militar, pero la ampliación de la ocupación ahora en marcha es imposible sin el control de numerosos centros urbanos en los que viven millones de personas, cuyas vidas están amenazadas y en peligro desde que la invasión ha empezado.

Completada la desmilitarización, será relativamente fácil proceder a la cínicamente denominada desnazificación. No debe extrañar la inversión extrema del significado de las palabras, que llama fuerzas de mantenimiento de la paz a un ejército invasor, atribuye un genocidio a las víctimas de la agresión o presenta a un país desarmado y pacífico como una amenaza nuclear contra la superpotencia que posee más cabezas atómicas dispuestas para disparar del mundo. Putin quiere nombrar ahora un gobernador ruso de Ucrania al igual que Hitler nombraba sus gobernadores en Austria, Checoeslovaquia o la Polonia dividida. Esto es la desnazificación: que alguien que es lo más parecido a un nazi eche a quienes han sido elegidos democráticamente.

No está claro que Putin se limite a estos dos objetivos acotados. Puede pensar todavía en más grande y aún en más criminal. Tampoco es seguro que consiga controlar el desarrollo de la guerra una vez desencadenada. No hay que olvidar nunca que hay armas nucleares de por medio. Estamos en lo peor, pero lo peor no tiene límites. Así es la guerra.

El País

https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 25 de febrero de 2022.

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