Y no puede ser de otra forma cuando se trata de construir la imagen de un “justiciero social” que ha consagrado su vida a la defensa de los pobres valiéndose solo de la “dialéctica” de las ideas y “casi” sin recurrir a la violencia. Es por esto que Petro omite decir que el M-19, el movimiento al que ingresó en 1978, es responsable del asesinato de José Raquel Mercado, líder sindical afrodescendiente, y del secuestro, violación y asesinato de Gloria Lara de Echeverri, dirigente cívica reconocida por su filantropía. Aunque Petro habla de la “retención” no del secuestro de Álvaro Gómez Hurtado, no menciona el secuestro, que no retención, de Hugo Ferreira, gerente de Indupalma, ni los varios secuestros que el M-19 hizo por cuenta de Pablo Escobar. También omite Petro toda referencia a las 48 tomas de pueblos a sangre y fuego realizadas por el M-19 ni a los ataques a la fuerza pública en los que perdieron la vida decenas de humildes soldados. Increíblemente en sus diez años de militancia activa no participó en ningún asalto, en ningún combate, no disparó un tiro ni realizó ninguna “retención”. Nada de eso puede mencionarse porque empañaría la figura del generoso “justiciero social”.
Las mentiras abiertas aparecen a propósito de la toma del Palacio de Justicia. El “justiciero” empieza diciendo que “la mayoría” de los magistrados habían sido profesores suyos en el Externado (p. 88); cosa curiosa pues Petro no estudió derecho sino economía, con un desempeño bastante mediocre, aunque él mienta diciendo haber sido “el mejor estudiante” que se ganaba las becas de las matrículas (p. 38).
Petro sostiene que el asalto al Palacio tenía solo el propósito de realizar “un juicio a Belisario Betancur por haber traicionado la tregua con nuestro movimiento” (p. 87), que el M-19 nunca tuvo la intención de “exterminar o atacar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia” y que esperaban “una salida pacífica” pues no creían que “el Gobierno fuese capaz de poner en riesgo la vida de los magistrados” (p. 88). Niega que el asalto tuviese el propósito de “quemar los procesos” contra Pablo Escobar, “como suele afirmar la historia oficial” (p. 88).
Ninguna “historia oficial”, es Carlos Castaño quien sostiene que la toma del Palacio de Justicia por el M -19 se hizo por cuenta de Pablo Escobar, quien pagó los dos millones de dólares que pidió Carlos Pizarro, en la reunión en la Hacienda Nápoles donde se contrató el operativo en mayo de 1985. Esta historia está contada en el capítulo II del libro “Mi confesión: Carlos Castaño revela sus secretos” del periodista Mauricio Aranguren Molina**.
“Un millón de dólares para el M-19 por eliminar al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, y un millón de dólares adicionales por destruir todos los archivos”. Literalmente eso pidió Pizarro y eso pagó Pablo Escobar, afirma Carlos Castaño. Cuenta también que las armas largas usadas en el asalto las suministró su hermano Fidel y las cortas Escobar.
Aranguren afirma que la versión narrada por Castaño concuerda con la de Yesid Reyes, el hijo de Reyes Echandía, quien “conoció la misma historia proveniente de otro de los testigos de aquella triste alianza”.
En su esfuerzo por mostrarse como “justiciero social pacifista”, Petro trata de robarse los méritos del acuerdo de paz entre el M-19 y el gobierno de Virgilio Barco Vargas. Cuenta Petro que, el día previo a la reunión del M-19 con los delgados del gobierno, de la que saldrían las bases del acuerdo, estaba conversando, al lado de una quebrada, con Carlos Pizarro, cuando de súbito tuvo una epifanía -sintió que la paz dependía del él, de su capacidad argumentativa– y le soltó al líder, que era reacio y quien despreciaba a Petro por su amistad con Alberto Santofimio, una perorata de 25 minutos en favor de la paz. Y al otro día se firmó el famoso “Comunicado de Ortega”, con el que se dio inicio al proceso de negociación que condujo a la desmovilización del M-19. Curiosamente, Rafael Pardo Rueda, el Comisionado de Paz del Gobierno de Barco, quien firmó con Pizarro el célebre comunicado, en su extensa narración del episodio, no menciona a Gustavo Petro, quien supuestamente habría contribuido a la redacción del documento. Pardo publicó su libro en 2004, cuando ya Petro tenía notoriedad política***.
Además de apropiarse de los méritos de su difunto jefe, Petro confiesa otras tropelías como que robaba libros (p. 107) o que incumplía sus deberes como funcionario público cuando fue secretario primero de la embajada colombiana en Bélgica, “pero no tenía ni idea de cual era exactamente mi labor” (p. 210). Quizás por eso se dedicó, cuando era “diplomático”, a explorar el consumo de algunas drogas con una amiga (p. 213), a visitar el barrio rojo de Ámsterdam (p. 216) y a viajar por toda Europa, gastándose los impuestos de los colombianos, como narra sin pudor alguno en el capítulo dedicado a su dorado exilio.
Las “privaciones y adversidades” no detienen al “justiciero social pacifista” en su peregrinar revolucionario. Tampoco lo detienen las múltiples traiciones de las que fue objeto, porque, según su relato, todo mundo lo traicionó. Lo traicionó el Tuerto Gil, su compañero de armas en Santander condenado por parapolítica; lo traicionó Navarro, que lo quería “sacar a bolígrafo limpio” de las listas al congreso (p. 187); lo traicionaron Mockus y Lucho, porque “yo era una persona incómoda” (p. 264); lo traicionaron los del Polo – Carlos Gaviria, los Moreno Rojas y los del MOIR – que “habían propuesto una alianza contra mi” (p. 264); lo traicionó Santos, que fue cómplice de su destitución como alcalde (p. 308) y no lo invitó a participar en plebiscito sobre el acuerdo de La Habana en el que seguramente habría triunfado el SI de haber sido el “justiciero social pacifista traicionado” quien hubiese dirigido la campaña (p. 312).
Y a los compañeros de periplo que no lo traicionaron los deja como mentecatos o poco menos. Mentecato es Carlos Pizarro que era “un hombre muy buen mozo” (p. 75), pero carente de “conocimientos teóricos profundos, no era analítico” (p. 157), era guerrerista y era tan impulsivo y pasional que lo llamaban carro-loco. Mentecatos los del M-19 que fueron a la constituyente con la que “no me desgasté (..) a la que en realidad ni siquiera me postulé” (p. 188). Mentecata la izquierda colombiana toda, que le hizo entender que no estaba con él (p. 264) y que “nunca ha tenido la visión del llegar al poder y eso la lleva a la nimiedad” (p. 262).
El “justiciero social pacifista traicionado” omite también toda referencia a sus relaciones con el Foro de Sao Paulo y a sus patrocinadores de la dictadura venezolana. Diosdado Cabello y Nicolás Maduro denunciaron desde hace tiempo la ingratitud de quien recibió de ellos dinero a rodos para la financiación de sus campañas electorales. Ya dentro de un trámite judicial en España, “El Pollo” Carvajal, antiguo director de inteligencia militar venezolana, confirmó el financiamiento de Gustavo Petro. Sin embargo, la única referencia a sus amigos venezolanos la hace Petro hablando de la visita de Chávez a Colombia, antes de su ascenso al poder, supuestamente financiada por el mismo Petro. Mejor dicho, Cabello, Maduro, Carvajal y todos sus compinches le quedan debiendo.
Ha llegado el momento de referirse a la escabrosa declaración política con la que culmina el libro. El contenido del Epílogo es una verdadera amenaza y todos los candidatos y todos dirigentes políticos y empresariales del País deberían leerlo para que sepan con claridad qué es lo que estamos enfrentando con Gustavo Francisco Petro Urrego.
A mí me sorprendió ese epílogo. A lo largo de todo el libro Petro se esfuerza por presentarse como un “justiciero social pacifista”. La ideología del M-19, que durante todo el libro uno cree es compartida por Petro, era supuestamente similar a la de la socialdemocracia europea y buscaba la realización en Colombia de “la democracia con justicia social”, mediante “un pacto entre empresarios y obreros” que permita con la tributación la reducción de las ganancias de los primeros para financiar el bienestar de los segundos. Para sazonar todo el cuento, Petro se esfuerza en informarnos de sus imaginarias relaciones de amistad y sus conversaciones con Hernán Echavarría Olózaga y Álvaro Gómez Hurtado, ambos convenientemente muertos.
En el epílogo Petro hace su profesión de fe marxista. Esto no sería especialmente grave si se tratara de un profesor de sociología del Externado. Desafortunadamente se trata de un candidato a la presidencia con opción real da ganar y que cuenta con el apoyo de intelectuales, empresarios, políticos del establecimiento y miembros de la clase media.
El marxismo es una teoría económica fracasada. No pudo explicar el problema de la formación de los precios y sus principales predicciones – miseria creciente del proletariado, absoluta concentración de capital y derrumbe inexorable del capitalismo sumido en sus contradicciones – han sido desmentidas por la historia. Además, la propuesta política fundamental del marxismo, es decir, la propuesta de una planeación económica centralizada que debía y podía sustituir a la “anarquía” del mercado en la orientación de la producción, fracasó estruendosamente en experimentos que, a lo largo de varias décadas, abarcaron decenas de países y millones de personas y solo dejaron miseria, frustración y muerte.
Sin embargo, el marxismo subsiste, entre pseudointelectuales de mentalidad religiosa de la misma forma en que subsiste el terraplanismo o la idea de la creación divina. Petro es uno de esos pseudointelectuales que a pesar de su indigesta profusión de lecturas –Foucault, Deleuze, Hegel, etc.- está en el terreno de la economía al mismo nivel que Chávez, Maduro, Evo y el peruano Castillo. Y como ellos, según revela en su libro, se siente iluminado puesto que cree “en las energías, en la luz que recorre todo el universo” (p. 154).
Para quien examine, así sea superficialmente, el funcionamiento de la economía de libre mercado debería ser evidente que es el hombre de la calle común y corriente quien, comprando o absteniéndose de comprar, decide, en última instancia, lo que debe producirse, su cantidad y su calidad. En la economía de mercado solo prosperan quienes logran satisfacer las necesidades de las personas, como cada cual las entiende, de la forma menos costosa posible. Quien complace a los consumidores, prospera; quien no lo hace, se arruina. Con sus libres elecciones, el consumidor es soberano.
Eso han debido enseñarle en sus clases de economía en el Externado, pero al parecer no fue así y, como resultado de ese fracaso de su alma mater, Petro detesta al consumidor y su libertad de elección. Para él los consumidores son “seres grises víctimas de capitalismo avanzado” (p. 211), quienes con sus estúpidas elecciones han llevado a la humanidad a la “crisis ambiental”. Por eso es necesario limitar su capacidad de elegir y hacer que se limiten a lo necesario. “Para mí, llegó la hora de empezar a producir solo cosas necesarias” (p. 335), proclama arrogantemente Petro y pone en duda que comer carne pueda ser necesario.
Las necesidades del cuerpo son limitadas, no así las de la imaginación y la fantasía, escribió Adam Smith. Son esa imaginación y esa fantasía ilimitadas las que mueven los deseos del individuo como consumidor y su inventiva como productor y por ello son el motor del progreso de la humanidad. Acabar con esa imaginación y esa fantasía y limitar a la gente al consumo mínimo de subsistencia es la promesa totalitaria de Gustavo Francisco Petro Urrego.