Y es comprensible, porque los auxiliadores, financiadores, auspiciadores e instrumentadores del terrorismo, veían hace unos años el poder en sus manos y Uribe se los arrebató, recuperando las esperanzas de una Colombia que ya se sentía derrotada (viajar, por ejemplo, de Manizales a Pereira era un acto suicida). Grupos guerrilleros que se daban el lujo de expedir decretos extorsivos e imponerlos a la fuerza en vastas zonas del país; y paramilitares que dominaban otra gran parte del territorio, se vieron huérfanos de la protección gubernamental y tuvieron que enfrentar la fuerza del Estado, terminando acorralados y diezmados los primeros, y extraditados los segundos.
Y es aquí donde entra a jugar un hombre como Gustavo Petro, que proviene del terrorismo y los grupos criminales: miembro de una guerrilla fanática como el M19 que no solo secuestraba, asesinaba, violaba y cometía los crímenes más atroces, sino que se alió con la mafia del narcotráfico para impedir su extradición, incendiando el Palacio de Justicia e incinerando a magistrados y cientos de personas inocentes. El mismo Petro que terminó en la política gozando de la más aberrante impunidad y con aspiraciones de llegar al poder a través de la democracia y la institucionalidad que siempre ha desdeñado. ¡Y es el faro de aquellos jóvenes que, incultos, ignorantes y fácilmente explotables, le hacen el juego y asumen su resentimiento como propio sin saber siquiera el origen de su líder!
Es fácil comprender entonces, repito, ese odio irrefrenable que la izquierda radical colombiana siente hacia Álvaro Uribe Vélez, y el de las mafias del narcotráfico y los terroristas despiadados que quieren acabar con las instituciones utilizando “todas las formas de lucha”, como lo demostraron en las pasadas revueltas en todo el país. Y con ellos Fecode adoctrinando niños, jóvenes y adultos en escuelas, colegios y universidades, y generando una lucha de clases detrás de la que se esconden zurdos oligarcas cuyas enormes fortunas contradicen lo que tanto critican.
Y arengan: ¡Hay que acabar con los ricos del país, porque ellos son los enemigos! ¡Qué tal! A nadie distinto de ese comunismo atávico se le ocurre que los males económicos de un país se terminan acabando con la riqueza. Por el contrario, lo que hay que derrotar es la pobreza, solo que ellos lo ignoran, pues su vida ha transcurrido como parásitos, mamando del Estado y sin generar una sola empresa que los haga parte de la solución y no del problema.
Por eso no es extraño oír a Petro decir que Álvaro Uribe debe vender sus tierras al Estado (en una especie de sentencia anticipada de expropiación), porque supuestamente en ellas se podrían establecer cientos de minifundistas; pero calla ante millones de hectáreas en manos de las Farc, que se han negado a devolver incumpliendo la farsa de La Habana. ¡Claro! Hay que acabar con la riqueza del país porque ese es el ambiente donde no pueden dominar, mandar, enriquecerse y mantenerse sin trabajar. Es la opción que quieren imponer quienes no se preocupan sino por odiar a Uribe, sin tener argumentos distintos de aquellas mentiras expelidas por su instigador, Gustavo Petro. Es ese odio que solo se puede traducir como pánico al poder electoral de Álvaro Uribe Vélez.
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