Por eso, junto con los ponentes de la iniciativa, hemos trabajado intensamente para llegar a acuerdos que eliminen los riesgos más significativos. El resultado es aceptable: logramos una ponencia única. Sin embargo, esto no puede interpretarse aún como una señal de tranquilidad absoluta. Habrá que observar cómo se desarrolla el debate y si los acuerdos sobreviven.
El primer punto fue eliminar, de los principios de la jurisdicción, la obligación de buscar la equitativa distribución de la tierra, así como la facultad de los jueces de hacer seguimiento de oficio a los fallos, con lo cual los procesos nunca terminaban. Se excluyeron de la jurisdicción los temas comerciales, de familia, ambientales y minero-energéticos.
La extinción de dominio agrario (que no es otra cosa que una expropiación sin indemnización) mantendrá su fase judicial y no será competencia exclusiva de la Agencia de Tierras. Esto evita que se convierta en un trámite administrativo fácil y rápido, lo que llamamos “expropiación exprés”. Aun así, insistiré en que esta medida es inconstitucional.
Logramos también mantener la igualdad entre los sujetos procesales. El juez ya no tendrá que creerle automáticamente a una de las partes (dándole presunción de veracidad a la parte débil) ni permitir que las ONG litiguen en su representación. En su lugar, se acordó generar amparos de pobreza y representaciones gratuitas para garantizar que todos puedan llevar sus casos ante un juez imparcial. Asimismo, eliminamos el principio de permanencia agraria, que era prácticamente una invitación a la invasión.
Propuse, y se aceptó, un capítulo especial para los procesos de los campesinos más pobres. Imagino jueces agrarios obligados a desplazarse hasta las veredas para resolver litigios pendientes, incluso de otras jurisdicciones, cuando haya acuerdo común entre las partes. Este modelo replica la solución alternativa que ofrecen las notarías. Además, quedó establecida, a mi solicitud, una rebaja del 90% en los costos de matrícula y registro para los campesinos más pobres (con amparo de pobreza o Sisbén). Esta medida es la mejor alternativa para que puedan regularizar las sucesiones.
Quedan aún otros asuntos pendientes. Uno de los más relevantes es el de los baldíos: tierras que pertenecen a la nación, cuya cantidad y situación jurídica son un enigma. Todos los baldíos están en posesión de alguien, pero su tratamiento varía según la época histórica. Entre 1936 y 1994, los baldíos podían adjudicarse a cualquier persona que los explotara, independientemente de su capacidad económica. Sin embargo, muchas personas no realizaron el trámite judicial, sino que simplemente registraron que ejercían posesión sobre el terreno y luego lo vendieron. Esto dio origen al problema conocido como falsa tradición. En 2018, la Superintendencia de Notariado estimó que el 36% de los predios del país tienen este problema.
A partir de 1994, se estableció que los baldíos solo podían adjudicarse a campesinos sin tierra o comunidades étnicas. Ahora, el gobierno pretende que los procesos para que la nación recupere los baldíos sean resueltos exclusivamente por la Agencia Nacional de Tierras, sin pasar por una fase judicial. Esto genera una inseguridad jurídica enorme: aunque alguien haya comprado un predio de buena fe, después de 80 años podría enfrentar un reclamo por parte del Estado, que podría adjudicárselo argumentando que se trata de un baldío.
Paradójicamente, si un ciudadano descuida su predio por cinco años y alguien lo ocupa, pierde su propiedad. Mientras tanto, el Estado puede ignorar un terreno durante un siglo y reclamarlo en cualquier momento. Estamos convencidos de que este tema tan complejo requiere normas más precisas y un tratamiento absolutamente judicial. No obstante, el gobierno insiste en implementar un proceso exprés y administrativo.
Veremos cómo evoluciona todo este asunto.