Cuando empezó la dictadura venezolana, Hugo Chávez se propuso cambiar la historia, como si creara de nuevo una nación. Así, cambió la bandera venezolana adicionándole una estrella, la octava, en representación de un estado que no hizo parte del proceso independentista. Cambió el nombre del país, añadiéndole el adjetivo de ‘Bolivariana’ al tradicional nombre de República de Venezuela. Y, no podía faltar, cambió el escudo: puso al caballo a correr hacia la izquierda, como sus políticas, y añadió unas espigas, un arco y unas flechas como armas indígenas y el machete campesino.
No contento, este sátrapa hasta le cambió el horario oficial a Venezuela recurriendo a un meridiano intermedio que ya se había usado en ese país, todo por significar el ‘cambio’ que la izquierda dice representar, así se trate de meras necedades que en nada contribuyen con el mejor estar de la población. Por eso, cuando Petro propuso hace días realizar algunos cambios en el escudo nacional nadie se asombró; son las típicas tonterías que se les ocurren a este tipo de gobernantes.
Sin embargo, tal vez sea cierto que Petro, con esta clase de propuestas, solo se proponga desviar la atención de lo realmente serio y trascendental. Hay cosas sobre la mesa que nos deberían quitar el sueño porque a este individuo le quedan —oficialmente— dos años para llevarlas a cabo y nos causarían un daño tan grande y tan duro de revertir que lo del escudo es una nimiedad.
Por ejemplo, es probable que el daño más grave de todos nos llegue disfrazado de ‘buenismo medioambiental’, con el supuesto ánimo de cuidar el planeta y salvar a la humanidad con ese cuentazo de la transición energética. Y eso que Colombia solo representa alrededor del 0,4% de la contaminación mundial. Con ese combate a la explotación de petróleo y carbón que ha dictado la administración Petro, lo que nos estamos ganando es que no tengamos gas a partir de 2025, teniendo que importarlo bien desde Venezuela por un gasoducto que hoy prácticamente no existe o en buques hasta plantas regasificadoras.
Todo eso suena sencillo, pero significa, ni más ni menos, que la pérdida de la soberanía energética del país, con el agravante de duplicar y hasta triplicar el precio del gas con efectos desastrosos para las familias y las industrias. Gracias a ello, las clases menos favorecidas van a vivir el proceso inverso de dejar de cocinar con leña y pasarse al gas natural para involucionar muchas de ellas del gas a la leña, que es tóxica, carcinogénica y tremendamente contaminante pues implica la destrucción indiscriminada de bosques. Son más de 1,5 millones de familias (el 10% de la población) que aún cocinan en fogones de leña y que ya no podrán hacer transición hacia un combustible limpio, rápido y más barato.
Por su parte, todo esto está siendo ya un golpe de gracia para el sector empresarial, que ve incrementar notablemente sus costos de producción contribuyendo al incremento de la inflación, en lo interno, y a la pérdida de competitividad frente a otros mercados. Son muchos los procesos industriales en los que se emplea el gas, siendo los principales la generación de energía eléctrica barata y el transporte, doblemente golpeado con el incremento del diésel. La absurda decisión de no explorar y proscribir el uso del gas atenta contra la economía y el empleo, aumentando la pobreza.
Y, como si fuera poco, este combustible es el que nos ha salvado de apagones cuando el verano agota el volumen de las hidroeléctricas, esas centrales energéticas que tienen una rentabilidad que envidiaría Pablo Escobar, según Petro. Cuando nos quedemos sin autonomía en materia de gas natural, petróleo y carbón, nos hará falta mucha energía y el gas será tan costoso que hasta bañarse con agua caliente será cosa de mafiosos.
Ese será uno de los nefastos legados que nos heredará el desgobierno de Petro, y ni hablar de su intentona de echar mano de los ahorros de todos los colombianos. No se necesitará que cambie el escudo para recordarlo.
@SaulHernandezB