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José Alvear Sanín                                          

Es muy difícil que ocurra algo nuevo en la historia universal. Varían los actores. Los imperios poderosos declinan antes de desaparecer. Ascienden y descienden países. La guerra, siempre presente, pero con armas cada vez más letales... y así sucesivamente. ¡Por tanto, podemos decir que nada nuevo hay bajo el sol!

Las guerras sacan a flote lo peor de los humanos; y hasta en las justas (bien escasas, por cierto), las mejores causas se contaminan de salvajismo.

En las últimas décadas se ha tratado, sin mayor éxito, a través de organismos y tribunales internacionales bien intencionados, castigar los crímenes que en ellas se cometen, pero a esas instancias casi siempre llegan muy tarde y solo algunos líderes políticos y militares de los bandos derrotados. Ningún déspota, mientras esté en el poder, tiene nada que temer, con excepción de la desaprobación de críticos impotentes, nacionales o foráneos.

Pero si hay alguna posibilidad de juzgamiento para líderes derrotados en conflictos de guerra exterior o en extremos aterradores de genocidio, pocas hay para los tiranos que condenan sus países a la esclavitud, a la persecución de los inconformes, el destrozo de sus economías, el saqueo de sus recursos o a la entrega del Estado a grupos criminales.

Cavilando sobre esos asuntos me vienen a la cabeza personajes como Pol-Pot, el criminal más aterrador, que muere tranquilo en su cama; o Maduro, campeón mundial de la expulsión de sus conciudadanos, 25% de los cuales han tenido que salir a mendigar en otros países, mientras Castro apenas pudo expatriar al 10% de los cubanos.

La “comunidad internacional”, si alguna vez ha existido, es indiferente ante los monstruos que hacen atroz la vida en sus países. La posición triunfante siempre es la de la “no intervención” en los asuntos de países ajenos. Al fin y al cabo, los tiranos siempre pueden exhibir resultados de elecciones fraudulentas, que pasan siempre como credenciales de democracia. Además, las grandes potencias imperiales de todos los tiempos apoyan siempre los gobiernos de sus satélites, mientras favorezcan sus intereses o los negocios, sin importarles nada más. (No olvidemos nunca aquello de “our bastard”).

Ahora bien, hay un catálogo de delitos de lesa humanidad que no prescriben y reclaman la solidaridad de la comunidad internacional con los pueblos subyugados, esclavizados, empobrecidos o hambreados por gobiernos criminales... y bla bla bla...

¡Pura paja! Los tiranos más abominables, desde la más longeva y aterradora de las dictaduras, la de Norcorea, y las espantosas como las de Cuba, Venezuela y las incontables de África, perduran sobre la desgracia de sus pueblos. Y esta lista es bien incompleta.

En Colombia vamos rápidamente a ser convertidos en otra Venezuela, a menos que el 28 de julio suceda un milagro, la salida de Maduro, porque si este se roba las elecciones, la comunidad internacional mirará para otro lado.

Entretanto, a nadie le aterra cómo Petro va entregando el espacio aéreo y jirones del territorio a sus guerrillas o a los narcotraficantes. No podemos sorprendernos ante la indiferencia de los extraños, cuando en el país hay tanta complicidad de parte de fiscales, jueces, congresistas, columnistas y comunicadores de medios masivos, jefes políticos y centenares de bodegas bien pagadas.

Por todo lo que acabamos de considerar a vuelapluma, es conveniente que entendamos que, si no somos capaces ahora —sin esperar prodigios electorales dentro de dos años, cuando la mayor parte del país esté controlada por las guerrillas, y la Registraduría por la izquierda—, el país caerá en el abismo sin retorno.

 Desde hoy debemos reconocer que si no se soluciona el problema a través de los mecanismos constitucionales, incluyendo el mandato de la Carta que obliga a los militares a mantener y defender el Estado de derecho, nadie vendrá a salvarnos de la tiranía, la barbarie y el hambre.

                                                                                              ***

¿Existirá mayor maldad que perjudicar a todos los enfermos actuales –como es ya inocultable— y a todos los venideros, con la destrucción del sistema sanitario? La obligación de todo gobernante es mejorarlo. Por eso, destruirlo es, quizá por fin, algo nuevo bajo el sol, hecho que hará la fama imperecedera de su ejecutor.

Publicado en Columnistas Nacionales

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