El tema de la justicia es el más espinoso de la filosofía del derecho y la de la política.
A la luz de las enseñanzas de Aristóteles, la justicia es un valor que se manifiesta en la vida de relación. Consiste en dar a cada quien lo suyo en las relaciones de los individuos entre sí y en las de ellos con el todo social. Implica entonces adjudicaciones, repartos. En las relaciones interpersonales se refiere a lo que cada parte puede exigirle a la otra y al débito consiguiente. En las relaciones con el todo social, atañe a lo que cada uno puede esperar de la organización comunitaria, pero también a lo que ésta puede exigirles a los individuos que la integran.
El gran problema reside en la identificación del contenido de cada derecho y del consiguiente deber.
En unos casos, dicha determinación queda librada a la voluntad de las partes, como sucede en las relaciones contractuales. Pero no siempre es así, porque hay necesidad de proteger en las relaciones a los débiles, por lo que la autoridad de la ley introduce correctivos. En muchos otros casos es la misma ley la que define las penas y las cargas que deben soportarse, por ejemplo, en razón de la justicia criminal o de la tributaria, temas sobre los cuáles no se logra llegar a conclusiones definitivas. La justicia penal está abierta toda clase de debates, lo mismo que la tributaria.
En general, los súbditos deben obediencia a la ley para que pueda haber orden en la sociedad. Como dijo Goethe, la peor injusticia es el desorden. Pero la ley justa debe definir lo que aquéllos pueden reclamar de la autoridad y lo que, en consecuencia, ésta debe reconocerles a aquéllos.
Tradicionalmente se consideraba que el orden justo se garantizaba mediante la prevención y la superación de conflictos en las relaciones interpersonales, así como en la protección de unos derechos básicos como la vida, la integridad personal, la honra y los bienes. Pero en los tiempos modernos la categoría de los derechos fundamentales que debe garantizar la autoridad pública se ha ensanchado de tal modo que hoy no es posible determinar cuáles son, puesto que cada día van apareciendo nuevas demandas de garantía, a la luz del pensamiento del Estado de Bienestar que proclama la protección de cada individuo humano desde la cuna hasta la tumba.
De ese modo, la idea de que la justicia consiste en dar a cada quien lo que le corresponde se ha tornado problemática en demasía, máxime si se ha demeritado el principio de que cada derecho va acompañado de deberes correlativos para sus titulares. Ya se habla de derechos absolutos, como el que reclama el que nos desgobierna para pavonearse a sus anchas en espacio público extranjero y en misión oficial con quien no figura como su consorte.
Hans Kelsen, de cuyo pensamiento se dice que a su alrededor gira toda la discusión teórica acerca del Derecho en el siglo XX, al preguntarse acerca de qué es en últimas lo justo llega a una conclusión escéptica, según se lee en su opúsculo titulado "¿Qué es la Justicia?":
"No hubo pregunta alguna que haya sido planteada con más pasión, no hubo otra por la que se haya derramado tanta sangre preciosa ni tantas amargas lágrimas como por ésta; no hubo pregunta alguna acerca de la cual hayan meditado con mayor profundidad los espíritus más ilustres, desde Platón a Kant. No obstante, ahora como entonces, carece de respuesta. Tal vez se deba a que constituye una de esas preguntas respecto de las cuales resulta válido ese resignado saber que no puede hallarse una respuesta definitiva: sólo cabe el esfuerzo por formularla mejor." (Vid. Microsoft Word - Hans Kelsen. La Juticia.doc (delajusticia.com)
Para el positivismo hoy reinante, lo justo sólo puede fijarse por medio de acuerdos colectivos, para los cuáles se han ideado procedimientos más o menos artificiosos, como los propuestos por Rawls o Habermas. De ese modo, lo justo no se descubre, sino que se construye a través de la acción política. Es algo que presupone acuerdos y no las imposiciones dictatoriales que pretende el que nos desgobierna.
Pero el pensamiento clásico, que sigue los pasos de la Biblia, la exclamación de Antígona o el pensamiento de Platón, el de Aristóteles y el de los estoicos, considera que lo justo sólo puede esclarecerse a partir de una ley superior para cuyo conocimiento es indispensable una excelsa disposición espiritual. Es un valor que sólo se revela a quién tenga su alma preparada para captarlo. Como lo he escrito en otro lugar, su contenido escapa a jueces sin alma o con ésta torcida. De un depravado no cabe esperar en principio propósitos justos.
¿Cuál es el nivel espiritual de quien hoy nos desgobierna, que anda a troche y moche vociferando que toda su vida la ha empeñado en la búsqueda de la justicia en sus aspectos sociales, económicos y ambientales?
Leí hace poco que el justo según el Evangelio es quien se halla en gracia de Dios, lo que a todas luces es dudoso respecto de quien no se avergüenza de andar de la mano de un transexual por el centro de Panamá, fuera de que no escatima oportunidad alguna para insultar, calumniar y promover discordia entre sus compatriotas.
Es interesante señalar que el anhelo de paz, que evidentemente es resultado previsible de la justicia, se pone de manifiesto en el Evangelio desde el momento mismo del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo con el cántico de los ángeles (Lc. 2:14), y en la primera aparición a los apóstoles después de la resurrección (Lc. 24:36). La paz de que acá se habla es también efecto de una elevada disposición espiritual que no parece darse en alguien que exhibe una mente ofuscada, llena de resentimientos y animosidades.
La justicia y la paz son valores que se exaltan en la Constitución, pero su contenido no está al alcance de demagogos dicharacheros, sino de mentes reflexivas conscientes de la complejidad de las situaciones sociales involucradas en ellos.
Hace algún tiempo escribí tres capítulos de un Curso de Filosofía del Derecho que dicté en la UPB a lo largo de varios años. Tenía pensado un cuarto capítulo sobre la sociedad justa, pero lo mismo que Kelsen, aunque por otras razones, no me he atrevido a concretarlo. Pasar de la concepción formal de la justicia que nos legó Aristóteles a lo que los iusfilósofos han llamado la justicia material, la de cada caso relevante, es tarea ardua que supera mis flacas entendederas.
¿Qué es en últimas lo suyo de cada individuo? ¿Es posible determinarlo si se ignora la complejidad de una naturaleza que está comprometida en dos mundos, el natural y el espiritual? ¿Su realización plena se limita a sus deseos temporales o es algo que entraña la idea de trascendencia?
Como el que nos desgobierna carece de formación jurídica e incluso filosófica, así como de otras que le permitirían formarse un mejor juicio sobre el manejo de este país, y es prisionero de prejuicios ideológicos insuperables, resulta dudoso que sus ideas sobre la justicia y la paz que nos promete tengan buen fundamento.
Reitero que si no tiene su espíritu bien formado para asimilar tan elevados valores cabría compararlo con la higuera estéril de que habla el Evangelio en Lc. 12.12-14. De una mente trastornada como la suya sólo cabe esperar acciones desordenadas, tal como lo estamos padeciendo hoy en Colombia.