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Jesús Vallejo Mejía                

Las sociedades modernas se caracterizan, entre otras cosas, por el dinamismo de sus transformaciones. El cambio se da en ellas constantemente y de muchas maneras. Cuando uno ha vivido más de 80 años puede dar fe de ello. Mi mundo de hoy no es el mismo de cuando era niño, adolescente, joven o adulto. Llegada la vejez es posible apreciar muchos aspectos positivos de esas transformaciones, pero también los negativos o al menos preocupantes.

El cambio social se produce en gran medida de manera espontánea por obra de la cultura, esto es, de la libertad. Cómo surge, se expande y consolida es un misterio, tal como lo acredita la moda. Los estructuralistas remiten a una entidad metafísica que lo impone sobre los individuos sin que éstos perciban muchas veces su acción.

Las transformaciones culturales influyen decisivamente en los ordenamientos sociales y en general en los escenarios de la política. Muy a menudo determinan o condicionan modificaciones en la normatividad jurídica, sea porque dan lugar a nuevas reglas, ya porque suscitan interpretaciones o modus operandi en sus aplicaciones que tratan de adaptarse a los nuevos puntos de vista acogidos en las colectividades.

Hay, desde luego, cambios que proceden de la acción política, en buena medida por obra de las ideologías. Pero, a diferencia de los que fluyen espontáneamente de las interacciones sociales, suelen encontrar resistencia por parte de las comunidades, lo que da lugar a tratar de imponerlos por la fuerza o a tener que adecuarlos a las preferencias del espíritu público.

Los promotores del cambio a partir del poder coercitivo del Estado suelen olvidar que cada sociedad se va configurando a partir de su experiencia histórica, por el peso de las costumbres. Éstas condicionan valoraciones, hábitos, formas de sociabilidad, rituales, tipos de liderazgo, etc. que no son fáciles de desarraigar ni de transformar por medio de la fuerza.

Por ejemplo, la supervivencia de la religión en Rusia muestra que más de 70 años de ateísmo oficial fueron insuficientes para erradicar cerca de un milenio de presencia del cristianismo ortodoxo en dicho país. Mantengo viva la imagen de Boris Yeltsin en las exequias de la familia del zar Nicolás II, mirando fijamente los féretros que ocultaban sus despojos mortales. ¿Qué pasaba por su mente en esa ocasión?

Estas consideraciones vienen a cuento por la monserga del gobierno del cambio con que se pretende hoy engatusarnos a los colombianos.

¿A dónde nos quiere llevar el que nos desgobierna? Se queja de que sus opositores son refractarios a unos cambios que todavía no ha querido especificar, pero que se adivinan al tenor de las amistades que cultiva y de ciertas expresiones que deja aflorar cuando su ánimo se altera o excita.

Esos cambios son los que predica el comunismo en sus distintas corrientes y que, como ya lo he señalado en otras ocasiones, han mostrado su rotundo fracaso en otros países. Nuestro Líder Galáctico pretende llevarnos hacia unos modelos de sociedad cruelmente inhumanos, so pretexto de realizar la justicia, concertar la paz y dizque proteger la vida.

Sobre estos valores y la errada concepción de los mismos que profesa habré de referirme más adelante.

Colombia no es reacia al cambio. Nuestra sociedad lo viene experimentando y aceptando desde hace mucho tiempo atrás. Pero exige que el gobierno que dice promoverlo concrete sus propuestas y permita el libre debate democrático sobre su viabilidad y su conveniencia.

Por ejemplo, a nuestra opinión no le parece bien que se sustituya un sistema de atención de la salud que en general ha funcionado bien, pese a sus deficiencias, para sustituirlo por uno controlado del todo por políticos proclives a la corrupción. Lo mismo acontece con el proyecto pensional, que pretende que los ahorros y contribuciones de los trabajadores no se manejen por financistas expertos, sino por el sindicalista que está al frente de Colpensiones.

La obsesión patológica por el cambio social parte de tres premisas harto discutibles, a saber:

-La idea de que el régimen social imperante es inaceptable y debe modificarse del todo, a partir de sus propios fundamentos. Lo ha dicho el que nos desgobierna, dando muestras de su poco aterrizada conciencia histórica, al afirmar que nuestros doscientos años de vida republicana han transcurrido en el vacío.

-La idea de que es posible realizar las utopías, todo lo delirantes que parezcan. Vale la pena recordar el empeño del funesto Che Guevara para transformar la sociedad cubana a partir del modelo del "nuevo hombre" urdido por los profetas del marxismo. ¿En qué ha quedado ese deplorable experimento? ¿Y qué decir del fin del Homo Sovieticus, de que trata un impactante libro de Svetlana Alexievich? Vid. (96) El fin del "homo sovieticus". Svetlana Alexievich. | Pedro Piedras Monroy - Academia.edu

-La idea de que el uso indiscriminado de la violencia justifica, como dijo alguno por ahí, que unos maten para que otros vivan mejor. Esa legitimación de la violencia política es un verdadero cáncer que afecta a nuestra sociedad. Se arguye que es una violencia que nace espontáneamente en las comunidades campesinas por las difíciles condiciones que padecen, pero bien podría pensarse que viene de universitarios e intelectuales envenenados por el marxismo, de cuyas almas perdidas da buena cuenta Dostoievski en "Los Endemoniados" (vid. Los Demonios en PDF y ePub - Fiódor Dostoyévski (bibliotecadevoces.com).

¿Es de esa índole quien hoy nos desgobierna? ¿Conviene buscar la paz a través de claudicaciones con los feroces activistas del ELN y las variopintas disidencias de las Farc, por no hablar de los narcotraficantes del Clan del Golfo y los numerosos grupos criminales que nos asuelan?

 

Publicado en Columnistas Nacionales

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