Los mitos históricos que dominan la mentalidad de los colombianos provienen de la ya bastante vieja “Nueva Historia de Colombia”, desarrollada por Jaime Jaramillo Uribe y sus discípulos. Una primera versión se publicó en 1978, bajo el nombre de Manual de historia de Colombia; la versión ampliada, de nueve tomos, fue publicada en 1989 por la Editorial Planeta. De ahí han salido los textos escolares bajo cuya influencia los colombianos han formado sus nociones y opiniones de la historia.
Como todas las “nuevas historias”, porque las hay en todos los países de América Latina, la colombiana abrevó en las fuentes de la escuela francesa de los Annales – la de Febvre, Bloch, Braudel, etc. – así llamada por la revista en la que divulgaron sus trabajos: Annales d´histoire économique et sociale. El propósito de este nuevo enfoque era sustituir el enfoque tradicional de la historiografía centrado en el acontecer político y militar.
Ahora bien, la escuela de los Annales tiene una gran convergencia temática y metodológica con la historiografía marxista de la cual toma la idea básica del materialismo histórico según la cual la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases. No sorprende por ello que los epígonos de las “nuevas escuelas históricas” latinoamericanas se dieran a la tarea de encontrar en la historia de sus países elementos de feudalismo y de capitalismo naciente, con sus proletarios y sus burguesías.
Los nuevos historiadores imaginan que las élites de la naciente república y sus inmediatos sucesores, las oligarquías, estaban dotadas de una especie de clarividencia que les habría permitido anticipar dos futuros posibles en uno de los cuales, el sombrío, sus descendientes reinarían sobre unas masas empobrecidas sometidas a su yugo y otro, el luminoso, donde todos los hombres gozarían de libertad y abundancia económica. Como si eso fuera poco, suponen, además, que esos pérfidos personajes estaban en capacidad de torcer el destino de la Nación y orientarlo hacia el futuro sombrío, nuestro presente, que juzgan injusto y desigual.
La más reciente exposición de ese mito se encuentra en la obra de Antonio Caballero Holguín, Historia de Colombia y sus oligarquías, y su expresión política es la fábula de “los 200 años de soledad y olvido”, que el presidente Gustavo Francisco Petro Urrego expone cada vez que habla ante poblaciones pobres de sus fortines electorales, los departamentos del club colombiano de la miseria: Nariño, Cauca, Chocó y La Guajira.
En la época del nacimiento de la República, aparte de unos cuantos criollos acomodados, todos en la Gran Colombia – indios, negros, mestizos, zambos, mulatos, cuarterones y ochavones – eran gente pobre e ignorante. De hecho, lo que después sería el Cauca Grande, que incluiría Nariño y Chocó, era la región más rica, con sus grandes haciendas coloniales y su minería del oro. Expresión de ello su predomino político durante la primera mitad del siglo XIX: cuatro de los ocho presidentes que se sucedieron entre 1830 y 1850 eran caucanos.
La ley del 11 de octubre de 1821, emanada del Congreso de Cúcuta, declaró a los indios libres de tributo y decretó el reparto individual de la tierra de los resguardos. Dispuso también que personas pertenecientes a otros grupos étnicos pudiesen establecerse en los resguardos arrendando sus tierras. El decreto del 15 de octubre de 1828, promulgado por Bolívar, ratifica el reparto de los resguardos a las familias indígenas y la posibilidad de arrendar a los no indígenas las tierras sobrantes. La ley 6 de marzo de 1832 dispone que los indígenas no pueden vender sus parcelas antes de 10 años, plazo que se eleva a 20 en 1834, mediante la ley del 2 de junio. La constitución de l863 autorizó a los indios para vender sus propiedades.
En algunas regiones, especialmente en Cauca y Nariño, los indígenas se opusieron a la disolución de los resguardos, muchos de los cuales lograron sobrevivir hasta nuestros días, después de ser ratificada su existencia por la ley 89 de 1890. En Cundinamarca y Boyacá la disolución fue total. Los descendientes de los indígenas habitantes de estos últimos departamentos viven en Bogotá, Tunja y demás pueblos de la región. Su nivel de vida es ostensiblemente mayor que el de los descendientes de los indígenas del Cauca y Nariño que conservaron sus resguardos. La constitución de 1991, en su artículo 329, los sacralizó como “propiedad colectiva y no enajenable”.
Hoy, los departamentos de Nariño, Cauca, La Guajira y Chocó tienen casi el 10% de la población y aportan menos del 5% del PIB; por ello, su producto por habitante es muy inferior a la media nacional. Si fueran países soberanos, registrarían cuantiosos déficits comerciales y de cuenta corriente y estarían endeudados. Sus propios recaudos están entre 15% y 20% de sus ingresos corrientes por lo que tienen una dependencia extrema de las transferencias de la Nación.
Están atrapados en formas de producción arcaicas, como los resguardos y las tierras comunales, que impiden el avance de la productividad; pero sus mediocres y corruptos dirigentes políticos, por los que votan una y otra vez, los tienen convencidos de que su pobreza es causada por los habitantes de otras regiones más prósperas del País de quienes reclaman de forma airada y violenta el pago de una supuesta deuda histórica que se remonta al pasado colonial.
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