Vapores mefíticos, voces horrísonas, luces malas que causan pavor, etc. se hacen sentir desde lo que otrora se consideraba como un santuario de la democracia colombiana, ya que fue habitado por el precursor de la independencia, Don Antonio Nariño.
Salvo contadas excepciones, cualquiera fuese el nivel moral o intelectual de nuestros presidentes, ellos se esmeraban en guardar apariencias de respetabilidad, dado que según su buen juicio el poder de que se los dotó debía revestirse del manto de la autoridad que lo hiciese digno de merecer el acatamiento popular.
Una encuesta reciente registra que el 41% de la opinión considera que estamos bajo el mando de una mala persona; el 34% piensa que quien nos desgobierna es regular persona; y sólo el 23% tiene buena opinión de ella.
El discurso presidencial ayer ante la irrisoria manifestación convocada para intimidar al congreso es muestra fehaciente del déficit tanto moral como intelectual del orador. Es una pieza que exhibe tanta bajeza que no ha faltado quien la califique como propia de alguien que pertenece al lumpen, es decir, al estrato más desadaptado de la sociedad.
¿Cómo se le ocurre decirle a su auditorio que es un presidente que no se orina en los pantalones, haciendo así una muy pérfida remembranza de un desafortunado accidente que sufrió por causa de enfermedad uno de sus antecesores? ¿No es él mismo a quien con razón o sin ella se ha acusado de descargar sus evacuaciones sobre las víctimas de los secuestros del M-19 cuando ejercía como siniestro y crudelísimo carcelero en sus ergástulas?
Sin Dios ni Ley, así cabe catalogarlo.
Dice San Pablo en 1Corintios 11: 29 que "el que come y bebe de manera indigna, y sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe su propio castigo".
De poco le sirvió esta severa admonición para que se abstuviera de acercarse a recibir la sagrada forma en la misa que conmemoraba el más reciente aniversario del holocausto del Palacio de Justicia, perpetrado precisamente por sus conmilitones del funesto M-19. La presencia del cuerpo de Cristo en sus entrañas no le ha impedido promover el odio de clase ni difundir a troche y moche mentira tras mentira para azuzar a la población contra empresarios, periodistas, políticos opositores y todo aquél que descrea de sus proyectos delirantes.
Lo que se ha suscitado acerca de las revelaciones de Benedetti y los incidentes del caso Sarabia no es de poca monta. Un gobierno serio lo habría enfrentado haciendo gala de responsabilidad y no mediante algo peor que trinos, graznidos, y cortinas de humo que más bien han contribuido a enrarecer el ambiente.
Las revelaciones sobre la financiación irregular de la campaña que en mala hora lo llevó a la presidencia proceden nada menos que de su jefe de debate y ahora exembajador en Venezuela. No son exabruptos de un drogadicto confeso, según lo dijo el canciller Leyva, sino manifestaciones de quien aspiraba a ocupar el segundo lugar en la cadena de mando de nuestro poder ejecutivo. Estas revelaciones se acumulan a las valerosas denuncias que ha hecho el abogado José Manuel Abuchaibe acerca de cómo la campaña del hoy presidente excedió en $ 38.000.000 el tope autorizado por la normatividad electoral. Vid. José Manuel Abuchaibe: el abogado que quiere tumbar a Petro (semana.com)
Las actuaciones a todas luces irregulares en torno de las empleadas domésticas de Laura Sarabia constituyen inquietantes indicios de cómo desde el gobierno, con o sin anuencia de su más alto titular, se puede perseguir a la ciudadanía.
Y es de suma gravedad lo que ha insinuado Benedetti, de quien se ha dicho que era compañero de juergas de quien hoy nos desgobierna, acerca de sus malos hábitos, que de comprobarse configurarían causal suficiente para declararlo indigno de ejercer la presidencia e incluso para que el senado, según el artículo 194 de la Constitución, declare su falta absoluta por incapacidad física permanente ocasionada por esa enfermedad incurable, progresiva y mortal que es el alcoholismo.