Contexto y racionalidad:
La formación de buenas políticas de Estado que generen crecimiento cultural, humano y desarrollo socioeconómico, demanda profesionalismo, sensatez y seriedad, pues es el asunto más importante para la nación en la conducción del Estado y del país en general. Hoy la administración de un gobierno local o nacional no debe estar afectada por un estéril debate ideológico y menos por narrativas propias de la demagogia, con que se acuña la dialéctica y la retórica populista.
Mediciones previas a la campaña presidencial del 2018 demostraron con un alto grado de certeza estadística, que el 85% del mercado potencial electoral, no creía ni confiaba en los políticos ni en los partidos, dejando un espacio predefinido y reducido al 15% a lo que se denomina como “las maquinarias partidistas”, y convirtiendo los comicios en una especie de “programa de tele-realidad” que se presenta durante los períodos electorales en medios y redes digitales.
¿Está la formación de políticas públicas convertida en un absurdo y patético teatro mediático?
Veamos. Desde que aquí, en contra de la voluntad popular, el gobierno de turno le abrió desde Cuba la puerta principal del Congreso a las organizaciones criminales, para que participaran a partir de 2018 del presupuesto nacional y el ponqué burocrático, todo lo que era importante para el país pasó a ser una representación escénica en la que conviven abiertamente la mediocridad profesional, la laxitud ética que caracteriza la protervia que se apoderó de los partidos, y los representantes del crimen organizado.
Hoy la gestión de los grandes órganos del Estado tiene lugar en el teatro mediático que les sirve de amplificador para la difusión de todo de tipo de narrativas lisonjeras y escandalosas.
El debate parlamentario y el absurdo forcejeo por la dominancia entre los poderes del Estado actual, en los países cuyas sociedades son objeto de una polarización severa, es una triste y vergonzosa representación bufa que sólo se compara al grotesco y ordinario espectáculo que encarna la falaz y circense lucha libre moderna, presentada en grandes coliseos y en los canales de televisión de los Estados Unidos donde, por largas horas, una pila de payasos vestidos de forma ridícula, simulan una batalla en la que se insultan y golpean violentamente; pero en realidad todo es sólo una coreografía montada para llamar la atención y atraer el morbo colectivo, un juego mentiroso donde todos al final de cada función, pasan a cobrar en la misma taquilla y se van juntos de rumba a meter vicio o a beber cerveza.
El grado de cultura de un parlamento es sin duda un termómetro de la media del pueblo que representa. El debate parlamentario actual en Colombia no es la versión moderna del foro democrático griego, pero sí del salvaje circo romano.
Hoy los cuerpos colegiados se convirtieron en escenarios donde todo tipo de impostores distraen a los medios y a la opinión pública, con insultos y escándalos, mientras liban del erario, y los únicos que salen perdiendo y engañados somos quienes tributamos con cargo a nuestro propio pecunio: empresarios y asalariados privados. Flaco favor le presta al desarrollo de la sociedad.
¿Está la fútil problemática partidista, entrampada y dominada por prácticas clientelistas?
La convivencia democrática asociada a la legalidad constitucional, operada por partidos serios y éticamente estructurados sobre conceptos ideológicos compatibles con los principios de libertad y orden, en lo corrido de este siglo, degeneró en feudos partidistas netamente clientelistas, lo cual a su vez redunda en un deterioro del capital humano que gestiona la cosa pública.
En un corto tiempo, un país que históricamente era bipartidista pasó a tener 15 partidos, y hoy hay 36 grupos políticos validados para participar en los comicios, todo un gran bazar clientelista.
Al volátil inmediatismo mediático, propio de la explosión digital actual, se suma una notoria irresponsabilidad por el fichaje clientelista que tiene infectados a todos los partidos, bajo el control de quienes otorgan los avales que representan una patente de corso contra el erario, sin que existan filtros, estándares éticos o de idoneidad diferentes al padrinazgo metálico de contratistas que prepagan campañas.
Hoy son los aspirantes a cargos de elección popular los que deciden a qué bando se arriman a pedir el aval. Son ellos los mismos artistas del transfuguismo que aparentan mudar de plumaje antes de los comicios, cuando en realidad, solo se cambian el disfraz y el maquillaje, y el país vuelve y paga para ver el mismo lacónico espectáculo interpretado por los mismos payasos.
No podemos seguir consintiendo como sociedad que se avalen candidatos a cualquier posición pública, por roscas o cooptación clientelista. Hay que exigir que los partidos formen y fichen sus candidatos, como se hace en los equipos profesionales de ciclismo o de fútbol, en la selección Colombia o en el mundo corporativo.
Y como no pasa nada si inflan o falsifican la hoja de vida, se debe exigir que les hagan primero todo tipo de exámenes para comprobar su salud física y mental, sus valores y principios, sus aptitudes, capacidades, su potencial, y que les hagan firmar costosos condicionamientos de rendimiento y conducta.
Aquí tristemente la selección de los jugadores de los partidos y del equipo que gobierna el país, resulta compuesta de una nómina mediocre mezclada con cafres y oportunistas.
La política local, es como en las películas de terror donde los malos nunca mueren, y siguen controlando todo los mismos actores desgastados y algunos imberbes muñecos que se presentan a las elecciones sin preparación alguna, para responder por el encargo de representación popular.
Para que la gente engañada por el populismo y el comunismo lo tanga claro: vivimos en una cleptocracia remolcada por el resentimiento y el abuso de unos pocos, en la que, la promesa de cambio consiste en que los que llegaron al poder están pasando de ser “pobres” a ser “ricos” a cuenta de los impuestos, los ahorros, las pensiones y la salud de los que trabajan por un salario digno y de los empresarios que han puesto sus capitales al servicio de la economía nacional, del desarrollo y la generación de empleo en este país.
¿Cómo crear políticas de Estado sensatas para salir del círculo vicioso del ejercicio politiquero?
Lo primero es entender que las revoluciones destruyen, las transformaciones construyen sobre lo edificado, y que pocas campañas electorales predican continuidad, muchas hablan de cambio, cuando los cambios ideológicos sólo representan la continuidad en el enriquecimiento de pocos, a cuestas del empobrecimiento de la mayoría.
No podemos seguir sin que nos importe cómo se forman las políticas de Estado. No debemos vivir resignados a que la dirigencia política legisladora siga cómoda dilapidando presupuestos con su ineficacia, y en franco retroceso frente al avance de la ciencia y las nuevas tecnologías.
Si algo está claro es que, a lo largo de la historia de nuestra civilización, no han existido cambios ni transformaciones que no se hayan originado en un avance tecnológico, y todas las revoluciones que se refieren al control del Estado sobre las libertades ciudadanas sólo han destruido tiempo, valor, familias y vidas humanas.
Por ejemplo, si le cambiamos el sistema operativo a un computador por uno no compatible, no podremos conectarnos ni comunicarnos. Pues si cambiamos el sistema de libertades y garantías sociales y económicas, compatible con la generación de capital privado dentro de la economía doméstica, el Estado deja de ser confiable, no es compatible ni les sirve a los negocios que generan el dinero y pagan los impuestos, para que la sociedad prospere y se desarrolle.
En esta era del conocimiento, el deber ser debe estar respaldado por lo cuantitativo y por el compromiso del Estado de garantizarle bienestar a los ciudadanos, por medio de políticas de Estado sostenibles, que no estén supeditadas a discusiones dialécticas e ideológicas improductivas que polarizan y encubren agendas sectarias e intereses personales, con la llegada de cada elección.
Hoy todos vemos cómo, tras la elocuencia con que se enuncia la falsa narrativa populista, se ocultan las falencias del mentiroso discurso autocrático o totalitario contra el capital, los bancos, las industrias energéticas y extractivas debidamente tecnificadas, contra los falsos terratenientes agropecuarios que aún tenemos negocios al sol y al agua en este trópico infernal, y contra quienes por generaciones hemos creído e invertido en el país, generando empleo al crear grandes empresas, pequeños y medianos emprendimientos, comercios, servicios y producción industrial.
El poder, como el licor, emborracha y todo trono burocrático tiene una válvula que le infla el ego y la vanidad, al que lo ocupa. Pero el manejo de la cosa pública es asunto delicado, que solo produce buenos resultados cuando se conduce con sensatez, conocimientos, preparación, humildad, y sabiendo seleccionar los mejores equipos profesionales en cada ramo.
Gobernar una nación es una cuestión seria, que requiere personas de principios sólidos y honorabilidad inquebrantable, no admite demencia, indolencia, arrogancia, ineptitud, payasadas, estupideces, mediocridad, ni equivocaciones, pues la factura de su costo va directo a toda la sociedad y la seguirán pagando las generaciones futuras.
En un Estado de derecho funcional, resulta totalmente inaceptable que un jefe de Estado o su gabinete, utilicen medios de comunicación digital para amenazar y amedrentar al poder judicial y a la misma libertad de expresión de manera camorrera o mafiosa, y que ignorando que se le deben a todo un pueblo por igual, se dediquen a comprar conciencias en el poder legislativo y a engañar al ciudadano mediante narrativas ideológicas falaces tras las que esconden intereses de fama y enriquecimiento.
Por último, es crítico que se comprenda que la exégesis de la Constitución, nada tiene que ver con los trastornos ideológicos enmascarados en la demagogia populista, es asunto de la rama judicial que es la que tiene el mandato de resolver en derecho. No es competencia del jefe de Estado, quien es solo un servidor público con el encargo temporal de defender la Carta, en los mismos términos en que juró hacerla cumplir.