Mientras Gustavo Petro estaba en la Moncloa, en visita oficial, donde ofuscó a los reyes y a los parlamentarios españoles con sus brutales insultos atornillados como conocimientos serios del sistema feudal europeo --que él dijo haber descubierto “durante el bachillerato” y, sobre todo, gracias al filme “Game of Thrones”— sus seguidores realizaban en Bogotá una no menos grotesca toma de la Plaza de Bolívar.
Unos 400 individuos enmascarados, uniformados, armados, gritando consignas enigmáticas, entraron con una bandera verde y negra a la Plaza de Bolívar en fila india, marcharon durante unos minutos y se plantaron durante horas frente al Capitolio, como una tropa desafiante, con la intención de presionar al Senado para que aprobara sin modificaciones lo que el régimen petrista llama “plan de desarrollo” –plan para acabar con el desarrollo, es el verdadero nombre de ese texto--, concebido por su líder máximo, Gustavo Petro, un presidente impopular y en crisis.
La prensa, sin embargo, no le prestó atención al asunto. Vio esa parada como una diversión folclórica de activistas alebrestados. Ese episodio fue en realidad diseñado para notificar a Colombia algo muy negativo. Ese desfile de gente armada con machetes, cerbatanas y palos que son usados por las milicias indígenas para agredir soldados, policías y civiles, en el campo y en las ciudades, fue el epílogo de lo que Petro lanzó el 1 de mayo desde el balcón de la Casa de Nariño.
Furioso porque sus nocivas iniciativas son rechazadas por el país y hasta retocadas y repudiadas en el Congreso, Petro lanzó ese día amenazas contra la prensa y los partidos, a quienes culpó de “querer coartar las reformas”. El mensaje central de su violento discurso fue: si no aprueban mis reformas ello “puede llevar a la revolución”.
Y la revolución llegó 24 horas después, pues Petro no habla jamás de la revolución en sentido filosófico sino en el sentido más bestial de la palabra.
Ese nutrido grupo armado con cuchillos, dardos envenenados y garrotes de madera (que portaban como si fueran fusiles) había recibido días antes una orden de movilización. Por eso pudo llegar a Bogotá en una caravana de buses sin ser interceptado por nadie. Pero, como todo acto ofensivo genera una reacción defensiva, esa toma de la plaza de Bolívar podría terminar en complicaciones políticas y judiciales ulteriores: en la anulación del voto de ayer mediante el cual el Congreso aprobó parcialmente el llamado “plan de desarrollo”.
Esa votación ocurrió bajo la intimidación de una banda armada que ocupó la Plaza de Bolívar. En cualquier otro país, no digamos democrático, ni moderno, ni avanzado, sino decente y con algo de autorrespeto por sus instituciones, esa votación habría sido anulada en 24 horas. Si Colombia no anula ese voto e impide nuevas incursiones de ese tipo, nada impedirá que cada vez que el Congreso discuta una ley que no se ajuste a los criterios del narco-terrorismo, ocurrirá un incidente igual o peor: las falsas “guardias campesinas” desfilarán y hasta irrumpirán violentamente en el Capitolio, hasta que los congresistas voten como ellas quieren. El poder legislativo caerá así en manos de esas tropas y de su jefe supremo. Esa es la revolución de la que hablaba Gustavo Petro en el balcón de su palacio el 1 de mayo.
Lo que ocurrió ayer, en caso de no reacción severa de los congresistas, significa el fin del poder legislativo colombiano. Con esa nueva táctica de intimidación, legitimada por una eventual inacción de la clase política, el país habrá sido despojado, sin que muchos se den cuenta de ello, de una rama del poder público. Y así avanzamos en Colombia, entre chiste y chanza, hacia el “nuevo constitucionalismo” que Hugo Chávez estructuró para Venezuela a partir de 1999, cuyo principio fundamental es: el único poder es el poder ejecutivo y los otros son simplemente oficinas auxiliares.
Por eso Gustavo Petro se permitió insultar horas después la Constitución en su diatriba sin sentido contra el fiscal general cuando vociferó: “El fiscal olvida una cosa: yo soy el jefe de Estado, por tanto, el jefe de él”. Lo cual es falso. El fiscal Francisco Barbosa tuvo que explicarle a Petro que a él lo eligió la Corte Suprema de Justicia y que su declaración “atenta contra la autonomía e independencia de la Fiscalía y de la rama [judicial]”. Barbosa concluyó que Petro es un “dictador” que pone en peligro el Estado de Derecho y la separación de poderes. La falta cometida por el mandatario es tan grave que Fernando Castillo Cadena, presidente de la Corte Suprema de Justicia, rechazó la declaración de Petro contra el fiscal general.
Si el Congreso de Colombia es expuesto a deliberar bajo la presión de gente armada que se planta en la Plaza de Bolívar en total impunidad, como si las fuerzas legítimas del Estado hubieran sido exterminadas y sin que nadie puede impedir tales abusos, eso quiere decir que los valores del Foro de Sao Paulo han desplazado los valores de Colombia y que el Congreso y hasta el poder judicial han dejado de existir.
Aunque en el nuevo esquema petrista los congresistas puedan perorar y votar, ninguna de sus decisiones será libre, es decir auténtica y soberana. Y los colombianos tendremos que conformarnos con tener, a cambio de un Congreso, un espectáculo triste de deliberaciones sin sentido. Pero eso jamás será aceptado por Colombia. Y Petro, aunque crea lo contrario, nunca será más fuerte que Colombia.