Ahora bien, no es menos cierto que hemos ido mejorando mucho ese recaudo. Hace apenas diez años, fue de 99,2 billones. Para el 2021, fue de $173,6 billones, un aumento de 18,8% frente a 2020, y este año se espera que esté alrededor de 210 billones, muy por encima de la meta de inicios de año que fue de 183 billones y de los 202 billones que se plantearon en el Marco Fiscal a Mediano Plazo.
Ahora bien, a pesar del crecimiento de los ingresos fiscales, estos han sido tradicionalmente insuficientes para financiar el gasto público. Gastamos mucho más que lo que ingresamos y ello ha supuesto un crecimiento permanente del déficit fiscal, déficit que se agudizó durante la pandemia cuando el gobierno aumentó las erogaciones para cubrir las necesidades en materia de salud pública, en asistencia social a través del nuevo programa de Ingreso Solidario y en protección del empleo por medio del PAEF. El déficit fiscal saltó al 7,8% y este año, a pesar del extraordinario crecimiento de la economía del año pasado y del primer semestre del año, estará en el orden del 5,6%.
Sin embargo, el problema está en el aumento desmesurado del gasto público. El presupuesto general de la Nación en el 2010 fue de 148 billones, de 235 en el 2018 y para este año ya fue de 350,4 billones. El presupuesto que ha pasado Petro al Congreso es de 405,6 billones, un 16% más alto que el de este año y casi el triple que hace 13 años.
Quiero resaltarlo: el gasto público crece de manera mucho más rápida que el producto interno bruto y que el recaudo. Por mucho que doblemos los ingresos tributarios en diez años, como efectivamente hemos hecho, siempre serán insuficientes. Así no habrá jamás reforma tributaria que alcance.
Y esa discusión nunca se tiene. De entrada se asume que, como el déficit fiscal crece, es indispensable aumentar el recaudo tributario y nadie se pregunta si el gasto público tiene o no sentido y si es o no eficiente.
Por eso el Gobierno se niega a reconocer que, en estricto sentido, no se necesitarían los 22 billones de pesos en que se ha ajustado la tributaria. Solo el sector petrolero y minero dejará este año 34 billones adicionales de ingresos para el Estado, a lo que hay que sumar el recaudo suplementario por el magnífico crecimiento de la economía hasta mediados de año y los agregados de la mucho más eficaz tarea de la DIAN contra la evasión. Pero si el presupuesto se aumenta en 55 billones de pesos adicionales…
Para rematar, el Gobierno, que se ha negado una y otra vez a desglosar en qué se gastaría específicamente la gigantesca reforma tributaria que pretende, de lejos la más grande nuestra historia, acaba de decir, en boca del MinHacienda, que los recursos irán para “gasto social, temas ambientales, fomento de la pequeña empresa y los programas de paz”.
Más allá de la preocupante vaguedad sobre su destino, lo que sí queda claro es que los nuevos recursos no irán a cerrar el déficit fiscal sino a financiar más gasto. Muy al contrario, lo previsible es que, si se aprueba como salió de las comisiones económicas del Congreso, ahonde el problema en lugar de contribuir a resolverlo.
La reforma, además, no simplifica el sistema tributario, no contribuye a balancear las fuentes de ingreso sino, al revés, aumenta el ya excesivamente alto impuesto de renta de las sociedades, e impulsa los empresarios a sacar sus capitales y a cambiar su residencia fiscal. Y tiene un demoledor impacto negativo en materia de inversión y crecimiento pero que es aún peor en estas circunstancias que vivimos de incertidumbre internacional, aguda devaluación del peso, alta inflación y riesgo serio de recesión global.
No hay que olvidar que cualquier tributaria que castigue el crecimiento de la economía es indeseable. El crecimiento es el gran responsable de reducir la pobreza. Pues esta reforma no solo lo castiga sino que lo pasa al paredón.