Cabe señalar que no hago estas observaciones en tono dramático ni con intenciones alarmistas, sino con una profunda preocupación al ver en lo que puede terminar esta situación. La llegada de la nueva administración, los renombrados anuncios de redistribuir la tierra y la permisividad con que se ha tratado a las comunidades del suroccidente del País han derivado en que más de 6.000 hectáreas del norte del Cauca hayan sido invadidas por grupos indígenas.
Además, ya son 30 las haciendas de la zona que están sufriendo esta problemática y, desafortunadamente, no se vislumbra una solución a corto plazo. A pesar de que el Gobierno dio un término de 48 horas para que los invasores desalojaran, nada ha pasado. Es la hora en que no se ha desplegado a la Fuerza Pública para reestablecer el orden esperando los resultados de un dialogo que, la verdad, solo empodera a las comunidades.
Y mientras todo esto sucede, la producción agroindustrial de la zona sufre las mayores consecuencias. Los ingenios azucareros, que generan 188.000 empleos directos a través de los cuales se benefician 1.2 millones de familias, se convirtieron casi que en objetivo militar de las comunidades indígenas.
Las pérdidas generadas por destrucción de maquinaria, cultivos e infraestructura ya superan los $100.000 millones y, de paso, se han tenido que suspender más de 6.000 empleos. De hecho, buena parte de los trabajadores se han visto obligados a asumir turnos de vigilancia para contrarrestar los ataques de las comunidades, dejando cojo el funcionamiento normal de la industria.
Y como si esto no fuera suficiente, el interés por apropiarse de la tierra ha suscitado nuevos conflictos entre indígenas, afros y campesinos. En otras palabras, en el Cauca y Valle del Cauca, hoy por hoy, no hay ni Dios ni ley. La presencia del Estado es gaseosa y la sostenibilidad financiera de los ingenios cada vez está más en riesgo.
Algo que, en últimas, no afecta a los dueños de la producción, sino a toda la región. Esta industria representa el principal dinamizador económico de la zona, no solamente por los empleos directos que genera, sino por toda la actividad comercial que deriva a su alrededor. Si los ingenios desaparecen, el suroccidente del País desaparece.
Por eso, es urgente que tanto los gremios como el Congreso alcen su voz y logren movilizar una acción inmediata y contundente del Ejecutivo. Si la situación no se detiene y las comunidades sienten que pueden invadir cuanto predio exista sin que haya ningún tipo de consecuencia, este fenómeno se podría replicar a todo el País y con ello una potencial ola de violencia.
En especial, porque cuando el Estado no ejerce autoridad, ya sea por falta de capacidad institucional o por motivos políticos, los ciudadanos quedan a la merced de las circunstancias y fácilmente las confrontaciones entre propietarios e invasores pueden escalarse a niveles alarmantes.
Asimismo, la inseguridad jurídica y material sobre la propiedad de la tierra hace mucho más difícil que el País logre atraer flujos de inversión. Al fin y al cabo, nadie va a exponer su capital en proyectos agropecuarios que, de la noche a la mañana, terminen destruidos por todo tipo de comunidades que invaden los predios sin ningún tipo de justificación.
Ojalá, por el bien de Colombia, que la situación se controle a tiempo.