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Jesús Vallejo Mejía 

Por una muy honrosa invitación del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana, hube de disertar en la Cátedra Caritas in Veritate el pasado 12 de abril sobre el tema del título de este escrito. 

Presentaré a continuación un resumen de lo que ahí expuse, junto con algunos tópicos que, por obra de las limitaciones de tiempo, no alcancé a tratar, los cuáles creo, sin embargo, necesarios para redondear el discurso.

Para mayor claridad, lo dividiré en varias secciones, así:

1) Dos observaciones, de entrada:

a) El tema propuesto guarda relación con otros que ameritan considerarse por separado, tales como el empresario católico, el obrero católico, el intelectual católico, el profesional católico, etc., por cuanto cada uno de los múltiples oficios que se dan en la vida comunitaria puede examinarse desde la perspectiva del pensamiento católico.

b) Lo concerniente al político católico se enmarca dentro de una temática más amplia, la de los católicos ante la política o, como lo rotula una programación que valdría la pena reproducir entre nosotros y que tuve oportunidad de conocer en Chile, “Católicos y vida pública”.

2) El planteamiento del tema exige unas precisiones previas, a saber:

a) cuál es la concepción católica de la política; b) qué entendemos por político.

3) Desde luego que lo que Heidegger llamó con cierto desdén “el sistema del Catolicismo” contiene no pocas proposiciones de contenido político. Pero conviene establecer cuáles son las fundamentales y si ellas guardan entre sí la debida armonía. En otras palabras, hay que preguntarse qué es lo que las identifica como rigurosamente católicas, de modo que pueda rastreárselas a lo largo de los dos mil años de misión que ocupan la historia de la Iglesia.

Es claro que en tan largo decurso es mucha el agua que ha pasado bajo los puentes, por lo que también son muchas las influencias y variaciones que por obra de los tiempos ha experimentado el dicho sistema.

Pero hay en él una aspiración constante, algo cuya línea siempre se ha querido preservar, y es la fidelidad al Evangelio, la misión que, en palabras de Yves-Marie Hilaire, ha sido causa de tantas tribulaciones para la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc. 16, 15).

Por consiguiente, es en el Evangelio dónde hay que buscar la esencia del pensamiento católico sobre cualquier tema de que se trate, incluido el que aquí nos ocupa. Toda su evolución debe contrastarse

con el contenido de lo que los creyentes consideramos que es Palabra de Dios. Lo que a ella se ajuste, podrá aceptarse como válido; lo que la distorsione o la niegue, tendrá carácter espurio.

En esa evolución podemos distinguir varias etapas. Pienso, corriendo el riesgo de incurrir en imprecisiones, que las etapas básicas son:

a) El Cristianismo primitivo; b) el Cristianismo triunfante, aliado con el Imperio Romano y sus sucesores, emperadores y reyes, cuando se instaura y desarrolla la Cristiandad; c) las tensiones y desafíos que representa para el mundo católico la Modernidad, a partir de la Revolución Francesa y hasta el Concilio Vaticano II; d) el “Aggiornamento” promovido por Juan XXIII a través del Concilio; e) el proceso que se ha venido gestando en las últimas décadas y ha cobrado forma nítida en los momentos actuales, que me atrevo a calificar utilizando el título de un libro de Janet Folger que debería de

traducirse al castellano y leerse por todos, como "La Criminalización del Cristianismo" y al que haré referencia más adelante.

No entraré en el detalle de estas etapas. Me limito a señalarlas para mostrar la complejidad del asunto, sin perjuicio de ofrecer después un resumen de lo que creo que es lo más destacado para el momento actual del pensamiento político del Catolicismo.

4) ¿Cuál es el contenido político del Evangelio?

A primera vista, podría considerarse con buenas razones que su mensaje es más bien anti-político, dado el desdén e incluso la condena que pone de manifiesto acerca de las estructuras de poder que obran en la sociedad.

Pero ese talante crítico ofrece su lado positivo.

Hago mías las palabras de la oración que dio comienzo a mi discurso, en la que le pedimos al Señor que nos iluminara y alentara para “transformar la realidad con la fuerza del Evangelio”. La Buena Nueva que el mismo anuncia es el advenimiento del Reino de Dios. La misión que nos impone es colaborar con su realización.

El Evangelio postula una oposición radical entre el Reino de Dios y el Reino del Mundo, el del “Príncipe de este mundo”.

Lo dice el Señor en su diálogo con Pilato: "Mi Reino no es de este mundo" (Jn 18, 36).

El Reino de Dios no se estructura ni actúa de acuerdo con las categorías del Reino del Mundo. No se impone desde fuera, sino desde dentro, en el corazón del hombre, es decir, en el escenario en que se confrontan el Bien y el Mal (Mat 15,17-20).

Nace de la fe, es decir, de la apertura a la trascendencia, de esa iluminación que Dios nos concede (“Señor, haz que vea”, Lc 18,35), y no de la imposición exterior.

Es refractario a la coacción, pues se funda en la aceptación libre de la promesa que nos hace nuestro Padre Celestial, a quien le podemos decir sí, como los discípulos y sus seguidores que han optado por el camino de la santidad, o no, como el joven bien intencionado pero esclavo de sus riquezas, que le da la espalda a la vocación porque no quería prescindir de aquellas (Lc 18,23).

Para el advenimiento del Reino  en nuestras vidas, “Solo una cosa es necesaria: guardar la palabra de Dios” (Lc 10,42). Y esa palabra sagrada se traduce en dos mandamientos que resumen y le dan plenitud a lo que antaño ordenaron la Ley y los Profetas, según síntesis que hago de dos textos evangélicos:

“Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo, más que como a uno mismo, como Jesús nos ha amado"(Jn 13, 34; Lc 10,27; Mc 12,29-33).

El Reino de Dios es una gran familia.

A la cabeza, Dios, el Padre, que es Amor (Jn 3,16).

Luego, todos sus hijos, los seres humanos: dignos, porque son sus criaturas; libres, porque así los hizo; iguales, porque a todos los quiere consigo.

Los hay de todas las condiciones: menesterosos, enfermos, discapacitados, viudas, huérfanos, extranjeros, pero, ante todo, pecadores, desde los que lo son por necesidad o debilidad, hasta los que lo son por las pasiones desenfrenadas o la soberbia. Para todos hay misericordia, la posibilidad de la redención, la promesa de la beatitud eterna. Y sobre todos ellos hace Dios salir el sol cada día,

sean justos o injustos (Mt 5,45).

Observo que esta última proposición desautoriza las discriminaciones que a lo largo de años se han hecho entre los justos, santos o predestinados que exigen privilegios porque se consideran fieles a la Ley, y los réprobos que desde ya merecen el castigo, tal como se estilaba en las comunidades calvinistas.

Respecto de la Ley, que es al mismo tiempo religiosa, moral y, hasta cierto punto, jurídica, el Evangelio introduce dos nociones que modifican sustancialmente la tradición:

a) La Ley apunta hacia la interioridad de la conciencia y le son relativamente indiferentes los actos exteriores de purificación y sacrificio, pues “No contamina al hombre lo que entra en la boca, sino

lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15,11);

b)"El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado. Y el Hijo del hombre también es dueño del sábado"(Mc 2,27-28), de donde se sigue que las prescripciones de la Ley tienen sentido para mejorar la condición humana.

Es una normatividad que, según Claude Tresmontant, se basa en una ciencia rigurosa, la de la “divinización” del hombre. (Tresmontant, Claude, “La mística cristiana y el porvenir del hombre”, Herder, Barcelona, 1980, p. 9).

Las jerarquías en el Reino de Dios difieren notablemente de las que se instauran en el Reino de este Mundo. Se asciende a través de ellas negándose cada uno a sí mismo, dándose amorosamente a los demás, destacándose en el servicio.

Hay que leer el texto en su integridad:

“Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las gobiernan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que quiera

llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 42-45).

La célebre expresión “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21; Lc 20,25; Mc 12,17) se ha prestado a muchas disquisiciones.

Destacaré dos corolarios de enorme importancia:

a) César no es Dios, tema en que el Evangelio evidentemente coincide con la tradición judía y conlleva, desde el punto de vista del pensamiento político, la exclusión de todo intento de divinización del Estado, la Nación, la Clase, la Raza, el Pueblo o cualquiera otro de los mitos políticos modernos;

b) Lo del César pertenence al orden temporal, mientras que lo de Dios corresponde al orden eterno o supratemporal.

Este segundo corolario da para múltiples apostillas que no me es dable mencionar acá, por elementales consideraciones de tiempo y, desde luego, de espacio para este escrito.

Tendré que citar de memoria a Christopher Dawson, pues no tengo a la mano su libro sobre el tema, para señalar que, según este eminente historiador inglés, la interpretación que el Catolicismo romano le ha dado a esta expresión difiere notablemente de la que adoptó desde el principio el griego u ortodoxo.

El Papado trató de mantener su independencia respecto del poder temporal e inclusive alegó ser superior al mismo en razón de su misión espiritual. La Ortodoxia, en cambio, se plegó a la pretensión de los emperadores bizantinos de acumular ambas potestades y poner a la Iglesia a su servicio.

El conflicto de potestades en Europa occidental llegó a su clímax con el enfrentamiento de San Gregorio VII con el emperador Enrique IV.

Aunque el Papa murió en el exilio, a la postre sus decretos que consagraban la independencia de la Iglesia frente a los distintos poderes temporales y se aplicaban a corregir los vicios que la carcomían por dentro, terminaron imponiéndose efectivamente.

Los decretos gregorianos configuran la Revolución papal, que a juicio del notable historiador del derecho Harold Berman (“La formación de la tradición jurídica de Occidente”, FCE, México, 1996) marcó la pauta de la evolución del derecho occidental con la afirmación de la soberanía del Romano Pontífice y la consolidación del derecho canónico.

5) El pensamiento político del Catolicismo se ha nutrido de otras influencias además de las evangélicas.

El estoicismo, el platonismo  y el aristotelismo con sus distintas variantes lo enriquecieron con sus conceptos y sus valoraciones, una vez adaptados y asimilados a los datos básicos de las Sagradas Escrituras. En los tiempos que corrren no han faltado las influencias kantianas, hegelianas e incluso existencialistas.

Las Epístolas de San Pablo, los escritos de los Padres de la Iglesia, los documentos del Papado y la obra inconmensurable de teólogos, juristas y filósofos católicos a lo largo de siglos integran un Corpus doctrinal que Benedetto Croce, nada sospechoso de simpatías con la fe católica, consideraba que prácticamente agota la materia, por lo menos en lo que a la discusión de problemas éticos respecta.

Destacaré algunos de esos aportes que todavía hoy conservan su vigencia en la doctrina católica:

a) La idea de que todo poder viene de Dios, de donde se sigue que quienes lo ejercen deben actuar con voluntad de servicio a las comunidades y responder moralmente por sus ejecutorias.

b) El poder público y la normatividad positiva que de él emana están sometidos al Derecho Divino y a la Ley Natural.

c) El bien común es el fin primordial del poder público.

d) El bien común es presupuesto de la garantía de los bienes particulares.

e) Hay bienes particulares que el poder público está obligado a garantizar porque son objeto de prescripciones de Derecho Natural.

f) La justicia es fundamento de la obligatoriedad de la ley positiva; por consiguiente, la ley injusta no es propiamente ley.

g) Hay instituciones directamente queridas por Dios y respaldadas entonces por el Derecho Divino, tales como la Iglesia, la familia y la comunidad política misma.

h) El pensamiento católico se traduce en un comunitarismo personalista, que reconoce como dato básico del ser humano su sociabilidad natural, en medio de la cual le es posible desarrollar sus potencialidades y transfomar su carácter de individuo en persona abierta a la vida del espíritu.

i) Es un pensamiento que promueve la solidaridad humana como medio de ejercer la caridad, así como una concepción organicista de la sociedad en la que cada uno es sujeto de derechos, pero también de deberes funcionales para el logro de la armonía colectiva.

j) La integración de las comunidades, su preservación, su progreso y su realización cabal presuponen unos condicionamientos morales cuyo deterioro pone en grave peligro su existencia misma y la garantía de los bienes legítimos de sus integrantes.

k) El principio de subsidariedad del cuerpo político proclama la libertad de los individuos, las familias y los grupos intermedios que ellos integran por tradición o por convención, para satisfacer sus

propias necesidades, de suerte que al poder público solo le sea dable intervenir cuando aquellos no tengan los recursos adecuados para subvenirlas, carezcan de voluntad para el efecto o por consideraciones de bien común se advierta que es preferible que la satisfacción de ciertas necesidades quede directamente a cargo o bajo el control de las autoridades estatales.

De ahí el postulado de que debe haber tanta libertad como sea posible, y tanta intervención cuanta sea necesaria.

l) Los derechos se fundan moralmente en la promoción de la persona humana, la familia y los grupos intermedios, con miras a su realización plena, que comprende de modo inexcusable su dimensión espiritual. Por consiguiente, todo derecho conlleva la contrapartida de deberes morales.

m) La moralidad está pensada en función de la armonía de cada individuo en su interior, así como en las relaciones con sus semejantes, con el conglomerado social, con el medio natural que lo

circunda y, en últimas, con Dios, que es Alfa y Omega de su existencia terrenal.

k) La economía, el régimen de la propiedad y de la empresa, las relaciones obrero-patronales, las de propietarios y locatarios, las de acreedores y deudores, las de prestadores de servicios y sus

usuarios, etc. deben sujetarse a consideraciones de justicia social inspiradas en principios de solidaridad y en la opción preferencial por los pobres.

l) De acuerdo con la tradición aristotélico-tomista, la Iglesia destaca la prudencia como virtud señera que debe presidir el accionar político. Gobernante prudente no es el timorato ni el desidioso, sino

el que pondera los efectos de sus decisiones a corto, mediano y largo plazo, y ante la duda razonable es capaz de abstenerse.

m) En muchos asuntos en que no se comprometen los principios fundamentales, la doctrina abre amplios márgenes de discusión y orientación, siempre y cuando se obre siguiendo los dictados de la recta razón, lo que Sto. Tomás de Aquino llamaba la sindéresis.

De ahí que pueda haber católicos afines a las soluciones del tradicionalismo, el liberalismo o el socialismo, y que el tema de la forma óptima de gobierno, así como los atinentes a la organización del Estado, queden librados al buen criterio de los fieles en lo que no vaya contra la fe.

6) ¿Qué caracteriza al político?

Según la tradición de los clásicos, el político ejerce dentro de la sociedad la función de promover el bien común.

Todas las ideas que vengo mencionando le suministran entonces orientaciones e incluso prescripciones para el ejercicio de su vocación.

Se espera de un político católico que sepa interpretar adecuadamente los datos de la realidad social, los valore con sensatez, identifiquelos medios idóneos para actuar sobre ellos y promueva las acciones que más beneficien al conglomerado social y, por ende, a sus integrantes.

En su obrar, le corresponde ser consciente de la complejidad del universo social, que dificulta su cabal aprehensión, su adecuada interpretación, la aplicación de los medios pertinentes para actuar sobre él y la obtención de los resultados apetecidos.

Debe resignarse a aceptar que trabaja en escenarios procelosos en los que a menudo las elecciones que se le presentan no son entre el bien y el mal, sino entre varios males de los cuales le toca elegir los menores.

Su compromiso es mejorar el medio social, pero a sabiendas de las debilidades y las perversiones humanas, y de que la realización de los elevados propósitos del Evangelio no está al alcance de nuestras limitadas posibilidades.

Como lo enseñó Chesterton, la historia no nos muestra ningún modelo de sociedad cristiana que sea digno de seguirse. Es una observación que debe entonces desalentar a los nostálgicos de tiempos pasados que piensan que antaño hubo Reinos y Reyes Católicos que hicieron efectivos los ideales de justicia que postula el Evangelio.

Pero del hecho de que se trate de ideales que la naturaleza humana no es capaz de realizar a plenitud y quizás tampoco de soportarlos, no se sigue que los logros parciales sean desdeñables. Por el contrario, constituyen avances positivos en la edificación de un mundo mejor.

Es más, la elevación de los ideales evangélicos hace que toda realidad social se quede corta ante ellos y, por consiguiente, siempre sea susceptible de glosas y mejoramiento. Ello significa que el político católico nunca puede declarase satisfecho con lo obtenido, ni prestarle total adhesión a un régimen dado, así lo estime meritorio.

La idea de que la política es el arte de lo posible sigue siendo válida, a pesar de las connotaciones pragmatistas y, en últimas, maquiavelistas que entraña. Su validez está condicionada, desde luego, a que en aras de la efectividad no se comprometan los principios fundamentales.

7) Al político católico le corresponde quizás con mayor exigencia que a otros la lectura de las señales de los tiempos.

Colaborador, así sea precario, en la promoción del Reino de Dios, no puede ignorar los obstáculos y peligros a que está expuesta su tarea.

En otras épocas sus iniciativas y sus debates, a pesar de la oposición que encontraban en distintos segmentos sociales, contaban con el respaldo de católicos comprometidos con su fe y dispuestos a dar testimonio de ella. El pensamiento católico encontraba eco no solo en la masa popular, sino en la dirigencia política, el periodismo, la academia, la intelectualidad y las instituciones educativas, y desde ahí se proyectaba hacia todo el conglomerado social.

En los tiempos que corren las circunstancias son muy diferentes. Salvo en lo que se refiere a temas mediáticos, como la muerte o la elección de un papa, lo que atañe al pensamiento católico y sus propuestas políticas suele mirarse con frialdad, cuando no con franca animadversión por parte de quienes ejercen posiciones dominantes dentro de la opinión pública.

La frialdad se explica porque muchos creen que el pensamiento religioso no encaja en la Modernidad y se lo ve como residuo de los viejos estadios míticos y metafísicos que según los filósofos positivistas del siglo XIX dominaban en la infancia y la adolescencia de la Humanidad.

Como no se lo considera racional, se lo cree indigno de entrar al escenario de la Razón Pública que delibera y decide sobre la ordenación de las sociedades.

Dos líneas argumentales de índole político-jurídica refuerzan esa exclusión, a saber:

a) El principio francés de la República laica, que pretende, llevado al extremo, erradicar de la vida política toda manifestación religiosa, sobre todo si procede del Catolicismo, contra el que se expidió la Ley de Separación de la Iglesia y del Estado de 1905.

b) El principio norteamericano del pluralismo religioso, según el cual el Estado no puede favorecer a ninguna confesión religiosa, pues ello implicaría dicriminar contra otras, tal como lo prescribe la famosa Primera Enmienda de la Constitución.

La vida de las ideas exhibe muchas peculiaridades. Una idea se formula respecto de determinadas situaciones o experiencias y poco a poco se la va extendiendo a otras. Su contenido inicial se va ampliando o restringiendo al tenor de las circunstancias. Y muchas veces termina asociándose con otras ideas que prima facie podrían considerarse contradictorias. Lo cierto es que sus evoluciones no suelen ceñirse a secuencias lógicas.

De la idea razonable de “Iglesia libre en Estado libre” y la no menos razonable de la libertad religiosa en un mundo en que la religión ha dejado de ser el factor de diferenciación de las comunidades políticas y el principio de unificación o identificación de las mismas, se ha venido pasando a otras que terminan desconociendo y vulnerando esas libertades.

Estas dos ideas fueron objeto de arduos debates en el mundo católico a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX. Pero el Concilio Vaticano II, animado por el propósito de abrirse a la Modernidad, terminó zanjando toda discusión al aceptarlas de modo expreso.

Es claro que el Concilio rompió con el tradicionalismo político y social que reinaba en no pocos círculos católicos. Aunque alegó la continuidad con la tradición religiosa, no todos lo creen así. Tanto conservadores como progresistas aducen que implicó una ruptura, pero es tema que no deseo tratar aquí.

Me limito a destacar que el Concilio legitimó desde el punto de vista católico las aspiraciones de muchos que no se sentían cómodos con un tradicionalismo que consideraban anacrónico, enervante y autoritario.

Abrió de ese modo el espacio para la libre discusión de las ideas y la canalización de múltiples iniciativas en lo político, lo económico, lo cultural y, en general, lo social. Entonces, el liberalismo político, las ideas democráticas e incluso las tendencias afines al socialismo, pudieron expresarse en el seno de la Iglesia sin que se corriera el riesgo de la anatemización.

Parafraseando un célebre discurso del papa Juan Pablo II en La Habana, la Iglesia católica se abrió al mundo, iniciando un proceso de ajustes internos que no siempre fue fácil de asimilar ni de implementar. Pero el mundo no se abrió a ella, por lo menos del modo como lo esperaba.

La Iglesia confió en que los principios de libertad y democracia le permitirían adelantar su misión en abierta y leal competencia con los demás actores colectivos, de los cuales esperaba que respetaran su derecho de evangelizar, de manifestarse, de emitir su voz en el diálogo comunitario, de participar en la educación y en las obras de beneficencia y contenido social que tradicionalmente promovía, así como el de defender su legado moral y orientar a sus fieles.

No era consciente de la Revolución Cultural que venía gestándose en buena medida en los círculos masónicos, a partir de la cual se ha desatado contra ella en los países occidentales un proceso hostil que exhibe todos los visos de una persecución que recuerda la que padeció bajo los regímenes comunistas en el siglo pasado.

Algún crítico del Concilio observó que una de sus consecuencias fue que a la Iglesia ya no se la temiera ni se la respetara. Ahora suele ser motivo de burla y de discriminación. Y tras las medidas discriminatorias se ve venir la violencia contra las personas y los objetos sagrados.

Hay una verdadera Cristianofobia, explicable en regímenes comunistas como China o Corea del Norte, y en sociedades cerradas, como sucede en la India, los países islámicos y África, pero no en los países occidentales que dicen hacer parte de una Civilización ya no cristiana, sino liberal.

Resulta irónico que a la Iglesia que contribuyó de modo decisivo al nacimiento y desarrollo de la Civilización Occidental, se le pretenda negar toda legitimación para pronunciarse y actuar respecto de iniciativas que la ponen en peligro de desintegrarse, dizque por su carácter religioso, y en cambio se les dé a unas ideologías de nuevo cuño y más o menos extravagantes todo el peso que antaño solo se reconocía a lo sagrado.

Supongamos que el pensamiento religioso adolece de cierto déficit de racionalidad, para preguntar en seguida si las ideologías que pretenden ocupar su espacio en el alma de los pueblos nos ofrecen a su vez paradigmas de pensamiento racional.

Preguntemos, incluso, acerca de lo que de modo irrecusable hay que entender por pensamiento racional, es decir, interroguemos a la racionalidad misma para ver qué tan presente se halla en las ideologías que pretenden constituirse en pensamiento único o al menos dominante, e incluso, si el que se proclama hoy como racional por antonomasia, el pensamiento científico, lo es de veras en toda su extensión.

¿No se habla con buenas razones y desde distintas perspectivas de una crisis de la racionalidad en el mundo contemporáneo? ¿No viene esa crisis desde el origen mismo de la Modernidad, a partir de la disociación que postula Descartes entre lo racional y lo real?

En una obra reciente, “The World’s Great Wisdom-Timeless Teachingsfrom Religions and Philosophies”, editada por Roger Walsh MD (SUNY Press, NY, 2014), se llama la atención acerca de la insuficiencia de la racionalidad científico-técnica para abordar los grandes problemas humanos, tanto de los individuos como de las colectividades y, por ende, los que afectan a la Aldea Global, los cuales requieren tratarse con sabiduría, es decir, acudiendo al tesoro espiritual acumulado a lo

largo de miles de años por las grandes religiones y sus correspondientes filosofías y psicologías.

Excluir, entonces, el pensamiento religioso del escenario de la Razón Pública es ignorar la sabiduría, vale decir, caer en la insensatez.

Algo más. Hoy se discute hasta el cansancio acerca de los límites de la ciencia y el papel que le corresponde a la filosofía.

Cito de memoria a Bobbio, pues tampoco tengo a la mano su escrito sobre el asunto, para recordar que el ilustre iusfilósofo italiano considera que al pensamiento filosófico le queda por lo menos el arduo tema de los valores, frente al cual la racionalidad científica suele declararse ciega.

Y los grandes debates públicos versan precisamente sobre valores, en torno de los cuales la ciencia poco aporta, mientras que la sabiduría los tiene precisamente en el centro de sus preocupaciones.

Agreguemos que, según lo vieron los grandes pensadores que trataron de penetrar a fondo el tema axiológico, los valores más elevados son los de lo santo, lo sagrado, lo numinoso, que evidentemente están cargados de significación religiosa.

No en vano encuentra Platón en el ser fundamental, en el fondo mismo de la realidad, las manifestaciones de lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello.

Si la política, según el autorizado concepto de David Easton, es la acción social encaminada hacia la adjudicación autoritaria de valores, y si la normatividad jurídica se orienta precisamente por los valores que políticamente  se consideran relevantes en cada comunidad, las voces de la sabiduría es entonces muchísimo lo que tienen que aportar con miras a la construcción político-jurídica de la sociedad.

El desdén por la sabiduría ha conducido a que se imponga una concepción formalista y relativista de los valores sociales que distorsiona los conceptos que introdujo el Cristianismo en la Civilización, pervierte su sentido y los revuelve dentro de undeletéreo clima de nihilismo.

Dignidad, libertad e igualdad de los indiviuos humanos configuran el trípode sobre el cual se dice que se asienta desde el punto de vista axiológico la ordenación de las sociedades occidentales en la hora presente.

Todas ellas son de fuente evangélica.

A su alrededor ha girado a lo largo de siglos la reflexión teológica, filosófica, ética, política y jurídica de las mentes más esclarecidas de nuestra Civilización, con miras a desentrañar su sentido en la ordenación de las comunidades y el perfeccionamiento moral de los individuos.

Pues bien, los amos actuales del pensamiento –“Maîtres à penser”, dicen los franceses- nada tienen para decirnos acerca de la dignidad humana, salvo que es un presupuesto formal de todo el discurso público; ni de la libertad, salvo para decirnos que  es un fenómeno de indeterminación dependiente en últimas del deseo, es decir, de las pulsiones inconscientes; ni de la igualdad, salvo para afirmar que es un dispositivo de protección para que a uno no lo hagan sentir mal sus semejantes.

El fundamento moral de estos conceptos ya no tiene que ver con la realización del individuo humano, o sea, el  perfeccionamiento que hace de él una persona penetrada de vida espiritual, sino con una concepción rudimentaria y tergiversada de la moral, que la reduce a la búsqueda de la felicidad tal como cada uno la conciba, búsqueda que viene a constiuir la fuente de todo derecho.

Y como nadie está autorizado para imponerles a otros sus propias concepciones de la felicidad, lo moral es que cada individuo sea soberano en las decisiones que, con razón o sin ella, adopte para su vida. Interferir en ellas, censurarlas, procurar corregirlas, advertir sobre sus efectos indeseables, viola el código moral de los amos del pensamiento y justifica entonces la punición jurídica.

La moral se reduce, por consiguiente, a una sola proposición negativa:"Prohibido prohibir”. O, desde el lado positivo, a la ley suprema del Thelema promulgada por el infame satanista Crowley:

"Haz lo que tú quieras será el todo de la Ley…solo tienes derecho a hacer tu querer".

Prácticamente de un plumazo queda borrada una ingente masa de reflexiones y conclusiones sobre los modelos de comportamiento, las virtudes, los defectos, los errores que ponen en peligro  el buen vivir, el equilibrio interior, la convivencia armónica con nuestros semejantes, el bien común, la superación del estado de naturaleza y el ascenso del hombre hacia esferas superiores de orden espiritual, etc.

El “libre desarrollo de la personalidad” bien puede traducirse en un “libre desarrollo de nuestra animalidad”, como lo puso de presente el hoy procurador Ordóñez en una obrecilla crítica del perverso fallo de nuestra Corte Constitucional sobre la dosis personal de sustancias psicoadicitivas.

En consecuencia, se afirma que nadie está moral ni jurídicamente autorizado para ser juez de sus semejantes. A la autoridad pública le quedará tan solo el deber de prevenir, corregir y castigar esas interferencias indebidas.

Este proceso de disolución del orden edificado a lo largo de centenares o miles de años, proceso que los amos del pensamiento llaman de “deconstrucción”, se aplica sobre todo en los ámbito de las costumbres, de la vida privada, del escenario familiar, de la educación, de la sexualidad.

No se lo lleva aún  a las estructuras burocráticas, a las fuerzas armadas, a las empresas. al ejercicio de las profesiones, porque sus promotores son conscientes de las reacciones que suscitaría. Pero hacia allá van, como lo muestra la acción del sórdido colectivo LGTB en la homosexualización de las fuerzas armadas o de la administración de la educación pública en los Estados Unidos.

Mencioné atrás el valeroso y preocupante libro de Janet Folger, “The Criminalization of Christianity”, del que desafortunadamente no hay traducción castellana. En el siguiente enlace hay un buen resumen de cómo por distintas vías constitucionales, legislativas, administrativas y judiciales, amén de una persistente actividad mediática, el colectivo LGTB ha desatado una furiosa persecución contra los cristianos para impedirles la defensa de sus convicciones morales: http://comotuycomoyo.wordpress.com/2010/01/11/la-criminalizacin-de-la-cristiandad/

A las acciones ominosas de este colectivo se suman las de las feministas radicales, los abortistas, los partidarios de la ideología de género y, en suma, los promotores del Nuevo Orden Mundial, que en esencia sería un Nuevo Orden Masónico (NOM).

Con distintas motivaciones, en todos ellos obra un mismo propósito: erradicar el Cristianismo.

Como viene diciéndolo el gobierno socialista francés, solo de ese modo se podría completar la obra interrumpida de la Revolución Francesa y llevar a cabo el programa de emancipación de todo condicionamiento o determinismo de los individuos humanos, sea de orden cultural o natural.

Este programa se está desarrollando de manera articulada en todo el mundo occidental, incluso entre nosotros.

Uno de sus instrumentos preferidos son las leyes antidiscriminación que dicen penalizar el odio, al estilo de la No. 1482 que aprobó nuestro Congreso en 2011.

En el sitio “Libertad Religiosa en la WEB” pueden encontrarse numerosos ejemplos de la persecución que sufren hoy en día los católicos en muchos países que dicen garantizar la libertad de conciencia y sus corolarios de libertad religiosa, libertad de expresión, libertad de enseñanza, etc.

Menciono específicamente un artículo en que se denuncia cómo los poderes públicos se han puesto al servicio de una ideología que resume todas las de la persecución: la ideología de género.(Vid:http://www.elibertadreligiosa.net/index.php/relaciones-iglesia-estado/libertad-y-laicismo/528-los-poderes-publicos-al-servicio-de-una-ideologia.html)

No es osado afirmar que está en marcha un proyecto totalitario, cuyo trasfondo es en realidad la imposición del Nuevo Orden de los Bárbaros empecinado no solo en contener el crecimiento de la población humana, sino en reducirlo drásticamente. En otra ocasión me ocupé de este delicado asunto, sobre el que ahora vuelvo para reiterarles a mis lectores la invitación a leer un documento que les cambierá totalmente su visión del mundo en que vivimos:

https://docs.google.com/document/d/1vAhIxrt-QCa37Jv-KxGuCCjV9tQIIaL_u1mNWERZtl4/edit

8- La Revolución Cultural en marcha es de signo libertario. No es liberal, sino libertina.

El liberalismo tradicional, que podemos llamar clásico, no era necesariamente irreligioso ni muchísimo menos antirreligioso, aunque algunas de sus vertientes en efecto lo fueran. Y, en lo concerniente a la moral, no era ajeno a las concepciones del Cristianismo, del cual se nutrió. Igual que el Socialismo, el Liberalismo procede de fuentes cristianas. Quizás puedan ambos considerarse como evoluciones del pensamiento cristiano, así se piense que son  más bien herejías suyas.

En algún momento que no estoy en capacidad de precisar aquí se produjo una ruptura y el Liberalismo abjuró de su nexo con lo cristiano. Se hizo entonces, como digo, libertario.

Hay, sin embargo, un dilatado itinerario intelectual que lo va conduciendo por ese camino.

Mencionaré tan solo sus hitos principales, pues la explicación sería asunto de todo un libro:

a) El cientificismo materialista, sustentado en el empirismo y el positivismo.

b) Una concepción limitada del poder de la racionalidad propuesta por Hume y presente en Kant.

c) El historicismo hegeliano.

d) La idea marxista de la emancipación respecto de la naturaleza y la sociedad.

e) La idea sartreana de la Nada, el hombre sin esencia, que en el fondo deriva del formalismo de Kant.

f) La perversión de la idea kantiana de la autonomía moral del individuo, que deriva en el relativismo y a la postre en la moral del placer.

g) El vitalismo de Nietzsche.

h) El naturalismo darwinista.

i) El pansexualismo freudiano.

j) La revolución sexual. sobre todo bajo la inspiración de Wilhelm Reich y los informes de Kinsey.

k) La antropología culturalista.

l) La “French Connection”, identificada con los filósofos de la post-modernidad (Foucault, etc.).

m) La ideología de género.

Todas estas ideas fundamentan una serie de negaciones que rematan en la demolición del edificio conceptual de nuestra Civilización.

Esas negaciones versan sobre la dimensión espiritual y trascendente del hombre. No hay Dios; no hay vida después de la muerte; no hay alma; no hay una racionalidad real, sino meramente formal; no hay naturaleza humana; no hay leyes divinas, naturales ni históricas sobre la construcción que cada individuo y cada colectivo debe hacer de sí mismo, sino su propia voluntad, su pura arbitrariedad.

Así las cosas, la divisa parece ser: Homo homini deus.

Si el hombre es un dios para sí mismo, ¿qué lo limita?

El sustrato de esta concepción es la idea de la total versatilidad del ser humano, una plasticidad que permite hacer de él y de las colectividades lo que se quiera.

¿Límites del querer? Hoy se insiste en el autocontrol supuestamente racional; en los acuerdos éticos también supuestamente racionales; en el reconocimiento del otro, que obliga a convenir tratados de límites; en la creatividad y la fantasía para organizar la convivencia; en la ausencia de regulaciones heterónomas y dispositivos de coacción; en la sustitución de las autoridades institucionales por la deliberación comunitaria; en disponerlo todo para el goce y la autogratificación de los individuos, que comienza con su reconocimiento, así sea el de sus extravíos y perversiones.

Ninguna civilización y creo que ninguna sociedad llamada a perdurar, podrían sustentarse sobre bases que hasta el presente solo han operado transitoriamente en grupos de bohemios y renegados sociales. Pero los profetas de la humanidad emancipada ven ahí los modelos dignos de seguirse.

No exagero. Leí hace poco que en universidades francesas hay cursos de sexualidad dictados por mujeres que ofrecen lecciones prácticas para dar a conocer las casi ilimitadas posibilidades de deleite carnal que ofrece el cuerpo. Al tenor de su Sexología, los psiquiatras y legisladores se han quedado cortos en la enumeración de las orientaciones sexuales, que ellas consideran que pueden ser unas 52. Ya se están dando pasos en ese sentido con la tesis de la Asociación Psiquiátrica Americana que proclama que la pedofilia es una orientación sexual y no un desorden.

Para no ir muy lejos, el discutido y estrafalario alcalde Petro dispuso poner la instrucción sexual en las instituciones educativas de Bogotá a cargo de un travesti. Y en un pueblo de Texas, hace pocos

días, las autoridades de un celegio desestimaron el reclamo de los padres de familia porque un individuo de la misma orientación sexual declarada y manifiesta regentaba unos cursos en la escuela primaria.

¿Qué decir de la instrucción sexual que siguiendo los dictados de la OMS se imparte en Suiza y en Francia, tendiente a promover la precocidad en la actividad sexual, la eliminación de las diferencias entre hombres y mujeres, y la homosexualización desde la tierna infancia?

No en vano se habla de unos procesos de muerte de la vida civilizada, como lo hace Mgr. Charles Pope en el siguiente artículo cuya lectura recomiendo: http://blog.adw.org/2011/04/civilization-killers-on-the-decline-of-three-basic-cultural-indicators-and-what-it-means-for-america/

8) Lo expuesto muestra a las claras el ambiente en extremo difícil en que le toca actuar hoy en día a quien pretenda hacer política guiándose por las orientaciones del pensamiento católico.

¿Qué hacer?

La respuesta es compleja a más no poder.

El político católico ya no cuenta a su favor con una Iglesia militante ni con una feligresía convencida de la necesidad de la defensa pública de la fe.

Es un hecho deplorable: la Iglesia ha perdido su unidad. Pienso que hay por lo menos cinco tendencias que la dividen, a saber: a) los tradicionalistas, que a su vez se subdividen en varios grupos; b) los criptoprotestantes, que sufren la influencia sobre todo de la Teología alemana; c) los liberales, muy fuertes en Estados Unidos; d) los marxistas o criptomarxistas, con notable influencia en América Latina; e) los conciliaristas moderados, que opinan que el Concilio Vaticano II introdujo cambios que se requerían, pero sin afectar el legado doctrinal de la tradición católica.

Pues bien, como lo dice el Evangelio, “Toda casa dividida contra sí misma perecerá”(Mt 12,25).

Si no hay unidad de criterio sobre el modus operandi de la promoción y la defensa de la fe, sus enemigos tomarán la delantera. En realidad, ya lo han hecho: controlan el mundo cultural, manipulan la opinión pública, han puesto los poderes estatales al servicio de sus ideologías, “matonean” a quienes osen controvertirlos. Y la Iglesia teme defenderse yendo más allá de declaraciones cuyos contenidos se disipan como agua que corre entre los dedos, pues piensa con el finado papa Juan XXIII que la época de las condenas y las excomuniones ya pasó.

Observando, por ejemplo, la actitud de ciertos obispos colombianos frente a la atroz agresión   narcoterrorista contra la institucionalidad colombiana, no deja de pensar uno que si San León el Magno hubiese obrado con Atila del modo como ellos aconsejan, Roma se habría perdido para siempre.

La falta de decisión de los pastores desorienta al rebaño. Ellos son”la sal de la tierra” y si se hacen insípidos, serán pisoteados por los hombres, tal como lo advierte el Señor en Mt 5,13, lo que de hecho ya está ocurriendo en la hora presente.

En mi charla hice una comparación entre Francia y Colombia.

Francia, que antaño era la “Primogénita de la Iglesia”, es hoy un país descristianizado por obra de la feroz persecución legal que la Masonería desató en contra de la Iglesia a fines del siglo XIX, de la que da cuenta un libro tremendo de Jean Sévillia:"Quand les catholiques étaient hors la loi" (Perrin, Paris, 2005). Pero algo le ha quedado de los valores promovidos en ella por más de 1.500 años por la Iglesia, según se vio hace poco en la fuerte reacción popular contra “el matrimonio para todos” y la imposición de la ideología de género en la escuela.

Ello contrasta con la actitud de Colombia, uno de los países supuestamente más católicos del mundo, que se traga impávida los abusos que a través de las leyes, las sentencias judiciales y las actuaciones administrativas, coreadas por unos medios enemigos de la fe, se cometen a diario para imponernos la agenda del Nuevo Orden de los Bárbaros.

Hay apenas unas cuantas voces aisladas, como la del predicador de Santa María de los Dolores en Medellín que recriminó a los fieles que votaron por un gobernador que, a poco de posesionarse, trató de suprimir la transmisión de la Santa Misa por Teleantioquia. Su intento se frustró, pero no tardará en llegar con los votos católicos otro que sí lo logre.

No hay en Colombia prensa que simpatice a las claras con lo católico, como tampoco  un partido que se identifique con las ideas de la Iglesia, ni cabe contar con unas universidades católicas que les cierran las puertas a los defensores de posturas iusnaturalistas y en  cambio las franquean a quienes les imponen a sus discípulos a Foucault como “Maître à penser”.

Uno de los hechos más repulsivos de nuestra historia reciente fue la publicación de una parodia sicalíptica de la Última Cena, en la que aparecía una modelo con todo al aire haciendo el papel de Nuestro Señor (anticipo de las “Femen” de ahora) y rodeada de una pandilla de viejos verdes que la miraban con ojos de lujuria que jamás se habían manifestado desde el episodio de los jueces pervertidos del episodio bíblico de la casta Susana.

En ese grupo había, en efecto, un exmagistrado y la gente entendió que era natural que en esas anduviera, dados sus torpes antecedentes. Pero, ¿qué hacía ahi el Presidente del Directorio Nacional Conservador?

En todos los partidos, salvo los que hoy se autodenominan Cristianos, hay adherentes católicos. Pero quienes los dirigen poco se esmeran en respetar las ideas y la sensibilidad de esos votantes, a menos que se trate de aprovechar de modo sacrílego las ceremonias caras a los fieles, como la canonización de Santa Laura Montoya, la imposición de la ceniza el día miércoles que da inicio a la Cuaresma o las procesiones de Semana Santa en Popayán, como viene haciéndolo  con avilantez el actual Presidente de Colombia con el ánimo de seducir los votos católicos y ganar el favor de la Jerarquía para su dudoso proceso de paz con las Farc.

Los católicos convencidos que hacen política en el seno de esos partidos no tienen voz para que sus propuestas encuentren eco, y la oposición que manifiesten respecto de iniciativas contrarias a sus convicciones morales rápidamente es acallada por jaurías que ladran diciéndoles que las considraciones religiosas no son de recibo en el debate público.

Los católicos estamos solos, aislados, excluidos. Pero no es fácil organizarnos como fuerza política eficaz, dado que, por una parte, nos falta unidad de criterio y, por la otra, así la tuviésemos, la idea de formar partidos católicos está hoy desacreditada y probablemente la Iglesia misma no la patrocinaría.

No estaría bien, en efecto, ligar la suerte de la Iglesia a las vicisitudes de una formación política. Eso no le conviene a ella misma, como tampoco beneficia a la comunidad. El clericalismo no es solución atractiva, como tampoco lo es que en asuntos temporales abiertos a la discusión haya grupos que reivindiquen para sí la vocería exclusiva de los católicos.

Queda una solución: los “Centros de Pensamiento” y las redes sociales, a través de los cuales se podría llegar a muchos sectores comunitarios con miras a sensibilizarlos acerca de la necesidad impostergable de rescatar el sentido ético de la política y actuar en ella teniendo como guía la misión que el Evangelio nos impone a los creyentes.

Publicado en Columnistas Nacionales

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