He leído el documento. Es una síntesis clara y expuesta sin ambages y en lenguaje clarísimo de lo que la Iglesia católica ha enseñado siempre sobre la dignidad intangible del ser humano; lo que ha enseñado, y lo que sigue y seguirá enseñando, porque emana de la revelación, aun a riesgo de que los corifeos de la cultura de la muerte, que hoy quiere imponérsenos, vociferen, rabien y zahieran insolentes.
En la presentación del documento, nuestros pastores ponen el dedo en una realidad de nuestra patria que es raíz e incentivo de las políticas de muerte: “En Colombia, paulatinamente se ha abierto paso la equivocada idea de que el sufrimiento del enfermo es una amenaza insoportable, de la que es preciso liberarse a toda costa; y por ello diversas sentencias de la Corte Constitucional junto a resoluciones del Ministerio de salud y protección social no dejan de promover la cultura de la muerte y la mentalidad eficientista a través de la eutanasia” Y frente a esa realidad, que muchos quisieran negar o paliar con argumentaciones eufemísticas, nuestros Obispos reivindican el deber y el derecho de la Iglesia de proclamar, incluso si la suya es como una voz en el desierto, “el Evangelio de la vida”.
Toda la Cartilla, para quien la reciba y lea con ojos desprevenidos y una mente libre de prevenciones, está empapada de humanismo paternal, de cercanía benevolente y pastoral hacia el que sufre y hacia quienes lo rodean; son las actitudes y sentimientos que rezuman las “cartas” que los Obispos dirigen al enfermo, a su entorno familiar y al personal de la salud encargado de brindarle alivio.
Hay, además, en todo el documento, - estoy refiriéndome al trasfondo humano y espiritual que inspira la Cartilla – un enfoque, una forma de ver y valorar realidades ineluctables de la vida humana como la enfermedad, el sufrimiento y el dolor, que son profundamente evangélicos, que ven con los ojos del Buen Samaritano, que trascienden la visión utilitarista de quienes, a través de la eutanasia promueven la política del descarte en relación con el anciano o el enfermo. Es así, a la luz de ese humanismo saturado de Evangelio, de esa capacidad para desentrañar el valor salvífico que tienen el dolor y la muerte misma, como resulta posible entender lo que, en los subsiguientes capítulos de la Cartilla se nos enseña: que la vida, toda vida, es un don, es participación de la vida misma de Dios, y tiene un valor en sí misma; que cada uno de nosotros es amado por sí mismo; que el sufrimiento, con sus múltiples rostros, hace parte ineludible de la vida humana, y que, sin caer en una actitud masoquista, tenemos que ser capaces de aceptar y en alguna forma sublimar esa realidad, y hacerla salvífica; que se pervierte el auténtico sentido de nuestra libertad cuando pretendemos justificar con ella actos que van en contra de la ley natural; que, como dice san Pablo, el amor todo lo soporta, y que por eso precisamente, cuando hay verdadero amor “no hay enfermedades incuidables”; que la persona que sufre reclama no solo el alivio de los tratamientos y cuidados paliativos que atemperen su dolor, sino, y aún más, el consuelo y la fuerza que emanan de la ternura, del afecto y de la compasión de su entorno; que esa compasión no puede volverse, nunca, una ”excusa para privar de la vida”, y “no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo en medio de sus dificultades, en ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar su sufrimiento”; que se esconden una idea y una intención perversas en el eufemismo maquiavélico de la “muerte digna” para referirse al asesinato del que sufre o es considerado inútil.
Muchas cosas más podrían decirse del documento episcopal al que estoy refiriéndome. Arriba dije que probablemente los portavoces de la cultura de la muerte rabiarían e impugnarían las enseñanzas de la Iglesia; y en efecto, ya lo han hecho. Valga como ejemplo, muy pobre por cierto, el artículo publicado ayer en las páginas de El Tiempo con la firma de Claudia Isabel Palacios. ¡Qué superficialidad, qué endeblez doctrinal, que lastimoso empeño por ridiculizar, a falta de argumentos, a los Pastores de la Iglesia, qué esfuerzo en su búsqueda de vocablos que resulten hirientes y zumbones! Toda la vacuidad y confusión del articulejo de doña Claudia, se adivinan ya cuando uno lee su primer párrafo, que es verdaderamente deplorable : “ El módulo uno, ¡y eso que es hasta ahora (sic) el módulo uno!, de la cartilla de la Conferencia episcopal sobre muerte digna, es la estocada (¿) que muchos católicos estábamos necesitando para tomar la decisión de renunciar al clero. Nótese que no digo a la religión católica, y mucho menos a la fe, sino al clero. Me refiero a los sacerdotes que desde sus palacios de oro osan manipular la conciencia de las personas…”
Bien se descubre que no tiene la señora ni la más elemental noción de lo que es la Iglesia, de en qué consiste nuestra pertenencia a ella. ¿Con que estaba necesitando una estocada para renunciar al clero?...¡Vaya, vaya!, necesitaríamos que nos diera una buena explicación de términos…Así como que nos dijera a qué palacios de oro se refiere, o a qué instituciones cuando habla, poco más adelante, de “iglesias y seminarios que más parecen museos que centros de congregación”…Aun si fuera cierto, que no lo es, ¿qué tiene que ver eso con la luminosa doctrina que se nos ha impartido sobre la dignidad intangible de la vida humana, sobre el sentido cristiano del dolor, sobre la perversidad moral de la eutanasia? Es que, a falta, repito, de argumentos, buenas son la mofa y la guasa. Y, misiá Claudia : guárdese el consejito que nos da de afinar nuestro instinto de supervivencia; tranquilícese, que no estamos en vías de extinción… La Iglesia, esa Iglesia que usted evidentemente no entiende, y que está presidida por nuestros legítimos Pastores, seguirá predicando lo que viene de la Revelación y de la sagrada Tradición, las verdades inmarcesibles a las que no puede renunciar y que el mundo necesita para encontrar el rumbo que ha perdido. Yo me pongo ahora a esperar con ansia la aparición de los próximos módulos…
* Formador, seminario mayor, Ibagué, Colombia.