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Alfonso Monsalve Solórzano

El Congreso Mundial de Juristas, que sesionó la semana que terminó en Barranquilla, otorgó a Colombia el premio a la democracia más estable de América Latina. Nada más merecido. En efecto, si se tienen en cuenta los siglos XX y XXI, es decir, más de ciento veinte años, sólo hubo una dictadura, la del teniente general Gustavo Rojas Pinilla, de junio 13 de 1953 a mayo de 1957.

Esto no significa que no haya habido dificultades de orden mayor, como la Violencia Liberal – Conservadora que se desató con el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, que duró hasta 1964, cuando le puso fin Guillermo León Valencia (1962 – 1966), el primer presidente del Frente Nacional, el pacto bipartidista que restableció la democracia en el país.

O como la violencia desatada casi que inmediatamente por la guerrilla, el narcotráfico y posteriormente el paramilitarismo, que ha llegado hasta nuestros días.

Alguien podría argumentar que, precisamente la existencia de esas violencias son la negación de la democracia en Colombia. Nada que ver. Todo lo contrario, veamos: el Frente Nacional restringió formalmente la participación política a partidos y grupos distintos a la de los partidos liberal y conservador. El fin de la violencia justificaba ese tipo de pacto, conocido en el mundo como consociacional, en el que una sociedad profundamente dividida por razones políticas, étnicas o culturales ha acordado rotar el poder entre sus fuerzas enfrentadas para obtener la paz. Israel lo ha hecho, y Canadá, España y Bélgica han dado altos niveles de autonomía a las minorías nacionales. Y eso no las hace menos democráticas.

Ahondando en el caso colombiano, si bien en el Frente Nacional hubo, como ya dije, una prohibición formal, de hecho, fuerzas como el Partido Comunista participaron electoralmente bajo la bandera del Movimiento Revolucionario Liberal, grupo encabezado por Alfonso López Michelsen quien llegó a la presidencia luego de disolver su grupo para adherir de nuevo al Partido Liberal. Y, además, se permitió la participación electoral de la Anapo, colectividad que fundó Rojas Pinilla. Hay quienes discuten que le robaron las elecciones que ganó Misael Pastrana Borrero, pero el propio Rojas y su partido admitieron, en su momento, que no hubo fraude.

La Constitución del 91 dio origen a nuestro actual modelo, que le puso fin a la alternación de los dos partidos tradicionales, estimuló la participación ciudadana en política, dio poder real a las minorías étnicas e instauró avances como la tutela -de la que muchos abusan, a propósito-; pero también creó el actual sistema judicial, que tiene luces y sombras porque no hay nada más evidente en Colombia que la autonomía de este poder, aunque lo hizo de tal manera que permitió la politización de la rama judicial, que ha desembocado, en ciertos momentos, en el gobierno de los jueces.

Nuestra democracia ha enfrentado el desafío combinado de la guerrilla, que se convirtió en narcotraficante -según reconocen sus jefes desmovilizados- la mafia y los paramilitares, y lo que ha sido más letal para nuestro estado de derecho, la negociación de Santos con las Farc, que fabricó una justicia paralela a la medida de estas, que hasta ahora no ha emitido condena alguna; les otorgó la impunidad, los llenó de prebendas y evidenció para los colombianos que ser pillo paga. Y lo que es peor, para la institucionalidad: le dio un golpe fortísimo a nuestra democracia, pasando por encima del principio cardinal de esta: el respeto a las mayorías, que votaron el no en el plebiscito donde se preguntaba si se admitía o no el acuerdo de Santos con las Farc.

Precisamente, es tal la resiliencia de nuestra democracia, que, para preservarla, la mayoría de quienes votamos por el no, aceptamos la vigencia de los acuerdos como una manera de dar viabilidad a nuestro sistema, que, además, ha capoteado el desafío que significan generaciones de colombianos educados en la idea correcta de que tienen derechos, algo que muchos han convertido en el adefesio de postular y actuar como si no tuviesen deberes.

Nuestra democracia ha podido sortear hasta ahora, gracias al pluralismo y la tolerancia que son su esencia, el desafío creciente de quienes quieren destruirla a punta de violencia, bloqueos, negación de los derechos de los demás, narcotráfico, corrupción y una dosis cínica de populismo de izquierda, en alianza con estados narcotraficantes, como Venezuela.

No hay democracia en el mundo que haya durado tantos años, superando semejante tipo de obstáculos. El reconocimiento del Congreso Mundial de Juristas es, reitero, importante. Pero lo es más que no nos equivoquemos en las elecciones del 2022. Hay que elegir un presidente que defienda la libertad y la democracia liberal. Hay buenos prospectos: el Centro Democrático acaba de elegir como candidato a Oscar Iván Zuluaga; está el Equipo por Colombia, con David Barguil, Alejandro Char, Federico Gutiérrez, Enrique Peñalosa y Juan Carlos Echeverri; están Salvación Nacional y los cristianos; podrían estar el Partido de la U y gran parte del liberalismo. Una consulta en la que quepan todos ellos para tener un candidato único que gane las elecciones es el objetivo del momento.

Hay que recordar a Venezuela, que se entregó en brazos del chavismo porque las fuerzas democráticas se dividieron y lo hicieron con los ojos abiertos, a ciencia y paciencia de lo que les ocurriría. Eso no puede pasar en Colombia. Tenemos que superar el cretinismo político y darles la espalda a los dirigentes que, para satisfacer ambiciones personales, no dudan en dividir las fuerzas democráticas; o lo que es peor, no tienen problema en pactar con el que enterrará nuestra democracia, si gana las elecciones.

Publicado en Columnistas Nacionales

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