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Rafael Rodríguez-Jaraba*

En Colombia, nada, absolutamente nada, es más urgente y prevalente que reducir la pobreza, ahora agudizada por la contingencia sanitaria, por la inmigración de cientos de miles de ciudadanos venezolanos y por la destrucción masiva de empresas, y con ello, de empleos, producto del vandalismo alentado por la mal llamada “Colombia Humana” de Gustavo Petro.

Poner fin a la pobreza extrema y promover la prosperidad compartida, es un imperativo categórico y, debe ser, el primer objetivo de desarrollo sostenible de la nación. Volver a retomar la disminución de la tasa de pobreza que habíamos tenido en los últimos 20 años, es decisivo y no da espera.

Por primera vez en el transcurso de una generación, la disminución de la pobreza ha sufrido su peor revés. No sorprende que se prevea, que la pobreza extrema a nivel nacional y mundial aumentará por primera vez en más de 20 años como resultado de las perturbaciones causadas por el imponderable sanitario del coronavirus y agravadas por los conflictos y el cambio climático, que amenazan los avances en su reducción.

A decir del Banco Mundial, cerca de 100 millones de personas han caído en la pobreza como resultado de la pandemia y la tasa que había disminuido del 10,1 % al 9,2 % se revirtió. Según el “Pronóstico Inmediato” del Banco Mundial, se calcula que contagio que padecemos empujará entre 88 y 115 millones más de personas a la pobreza extrema, con lo que el total se podría situar entre 700 y 730 millones.

La pandemia de COVID-19 ha desencadenado un desastre económico mundial cuya onda expansiva sigue propagándose, sin aún disponerse de una respuesta adecuada y plenamente efectiva. Los efectos acumulados del contagio y sus repercusiones económicas, sumado a los conflictos sociales y a la violencia que produce la producción y tráfico de narcóticos, cobrarán un alto costo humano y económico hasta bien avanzada la actual centuria.

Las últimas investigaciones sugieren, que los efectos de la actual crisis se harán sentir en la mayoría de los países hasta 2030. En estas condiciones, el objetivo de reducir la tasa absoluta mundial de pobreza a menos del 3 % para el año 2030, podría ser inalcanzable a menos que adoptan medidas políticas rápidas, significativas y sustanciales.

A este sombrío panorama también se suma, la presencia del populismo que siembra ilusiones y esperanzas en los sectores más pobres, pero solo cosecha frustración y más pobreza, y eso es precisamente lo que está amenazando a Colombia.  

A lo largo de la historia, el populismo ha sido una alternativa contestataria provocada por la exclusión social y la incapacidad de los Estados para resolver las demandas de las mayorías ciudadanas. Su presencia es reacción consecuente a la incapacidad de los gobiernos para enfrentar y afrontar el origen de los problemas. El populismo es inmanente al subdesarrollo, el que por antonomasia es la falta de educación, la indisciplina, la ausencia de políticas de planificación demográfica en los sectores marginados y la corrupción.

La corrupción y el abuso del poder nutren la inconformidad y la desesperanza, y crean condiciones propicias para la irrupción de propuestas alternativas que prometen agenciar fielmente los intereses populares. El auge populista evidencia la derrota de la política tradicional como instrumento de transformación y cambio, y de su incapacidad para resolver los desafíos sociales y económicos que plantea el desarrollo.

Algunos círculos de la sociedad que padecen de miopía invencible se resisten a aceptar, que las mayorías son las que legitiman la democracia y que esas mayorías las conforman los sectores más pobres y vulnerables. En respuesta a esta deliberada ceguera, la demagogia populista promete devolver ilusiones perdidas a los que nada tienen o nada esperan recibir de una sociedad en la que ligeramente disminuye desigualdad.

Cuando el populismo llega al poder se afinca en la gratitud que despierta el asistencialismo, las subvenciones y los subsidios que prodiga, lo que termina fletando conciencias, neutralizando críticos y amistando adversarios, y con ello, promoviendo unanimismo y descalificando disensos.

De la práctica rampante de populismo demagógico da buena cuenta, la entelequia del Socialismo del Siglo XXI que, valiéndose de dádivas logró arrendar la conciencia de muchos y construir consensos por utilitarismo y conveniencia. La carencia de una política económica sostenible y la adopción de decisiones intempestivas e irreflexivas financiadas de manera irresponsable con la riqueza petrolera, terminaron develando la incapacidad y el totalitarismo mesiánico de un teniente coronel enajenado por el resentimiento, el revanchismo y la frustración.

Al igual que Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega, Rafael Correa y Cristina Fernández de Kirshner, supieron aprovechar los desafueros de los gobernantes que los antecedieron, y fungiendo de libertarios y justicialistas, promovieron en la opinión pública consenso y obsecuencia en favor de sus regímenes, mediante la financiación de carteles servilistas que condicionan su lealtad al recibo de caras prebendas estatales.

Pero como siempre sucede, toda aventura populista llega a su fin y la sociedad desengañada termina retomando el camino de la cordura. Ojalá que las amargas experiencias latinoamericanas, sirvan de ejemplo y alerten a los electores frente a propuestas populistas como las del señor Gustavo Petro.

Ante la amenaza, de que en Colombia se repita lo que ocurre en Venezuela, es urgente poner al timón de la nación, el pulso firme y sensible de un gobernante pulcro, capaz y audaz, que tenga autoridad y que sea apto para asumir retos, sumar voluntades, armonizar esfuerzos, concertar acuerdos y ejecutar cambios profundos que revierta el gradiente de la curva de pobreza del país.

Un gobernante que tenga formación de estadista, firmeza, prudencia, humildad y grandeza. Un gobernante que tenga solvente capacidad de gestión y una visión clara y adelantada para advertir el futuro y trazar un rumbo seguro para la nación.

Un gobernante, capaz de enfrentar las dificultades incesantes que plantea el progreso sin que ellas minen su voluntad, ni socaven su persistencia. Un gobernante que jamás renuncie a su empeño de hacer de Colombia una empresa de todos, donde prevalezca el respeto, el orden y la justicia.

Yo no conozco ese gobernante, pero considero que son varios los colombianos que se le asemejan, entre ellos, Rafael Nieto Loaiza, María Fernanda Cabal, Federico Gutierrez y Paloma Valencia, jóvenes y precoces estadistas, poseedores de todos los merecimientos y condiciones necesarias para rectificar el camino perdido y devolver la nación al sendero del imperio de la educación, la ley y la justicia.

Colombia no puede caer en la trampa populista y anteponer la pasión a la razón en las próximas elecciones, a menos que queramos que aumente la pobreza.

*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Litigante. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional en Derecho. Profesor Universitario de Derecho Financiero. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.

Publicado en Columnistas Nacionales

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