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Rafael Nieto Loaiza

Si hay debate sobre el alcance y límites de otras funciones que hoy cumplen los estados, como por ejemplo el tamaño y alcance de las redes de asistencia social o el monto de los impuestos a pagar, está fuera de discusión que están obligados a proveer seguridad a todos sus habitantes. De hecho, hay consenso en que garantizar seguridad y justicia para sus habitantes son los dos objetivos primarios del Estado. Para cumplirlos, los estados se reservan el monopolio del uso de la fuerza, crean cuerpos profesionales para la defensa y la seguridad ciudadana, y estructuran sistemas de administración de justicia. A los ciudadanos solo se les reserva el ejercicio de la legítima defensa, derecho consustancial a todos los seres humanos.

Dicho esto, no es un problema de percepción que la seguridad se está deteriorando a pasos agigantados. Las cifras lo demuestran: el delito común está tornándose más violento; asesinan un promedio de dos miembros de la fuerza pública por día; a junio llevábamos 6.220 homicidios y se prevé que superaremos con mucho los asesinatos del 2019 (la cuarentena hace que el 2020 no sea comparable); entre julio de 2019 y junio de 2020, la tasa de homicidios en los municipios PDET fue de 44,3 por cada 100 mil habitantes y en los municipios PNIS fue de 57,9 muertes cada 100 mil habitantes, mayores un 190% y 259% respectivamente al promedio nacional; el año pasado se produjo más cocaína que nunca en la historia, 1.228 toneladas. Como ahora no solo somos productores sino también consumidores, la violencia se extiende a los centros urbanos por la disputa de los mercados de usuarios entre las bandas de microtraficantes. 

La respuesta estatal ha sido insuficiente, endeble y equívoca. El gobierno ha continuado, sin cambios estratégicos, las mismas políticas en materia de seguridad y lucha contra el narcotráfico de la segunda administración de Santos. El ejercicio de la autoridad es débil y se muestra proclive a transar con los grupos violentos a quienes no solo no se les castiga sino que se les premia con beneficios políticos y económicos. La legislación penal es excesivamente favorable para el delincuente y, para rematar, el sistema de administración de justicia no opera con eficacia, lo que explica que la impunidad sea del 94%. En cambio, tribunales y jueces han generado un clima de inseguridad jurídica sobre los límites aceptables para el uso de la fuerza por parte de los uniformados. El sistema penitenciario y carcelario es débil y altamente corrupto, las cárceles insuficientes y, muchas, indignas, y, sin duda, no cumplen la función de resocialización que deberían.

Los colombianos tenemos que entender que sin autoridad, orden y seguridad no es posible la convivencia pacífica ni la creación de empleo ni la superación de la pobreza. La vida civilizada exige la certeza de que se llegará sano y salvo a casa. Tenemos que ponernos como meta una sociedad sin crimen.

Para ello es indispensable a. rescatar la voluntad de vencer a los violentos; b. restablecer los mecanismos de cooperación ciudadana con las FF.MM. y la Policía; c. fortalecer la Fuerza Pública, en especial su capacidad aérea y helicotransportada y los aparatos de inteligencia y contrainteligencia, y darle seguridad jurídica; d. recuperar el pie de fuerza policial (desde el 03 de septiembre del año pasado 32.000 policías han pedido el retiro y 27.000 más pueden hacerlo hasta el 2024); e. invertir en tecnología e inteligencia artificial contra la delincuencia en los centros urbanos; f. quebrarle, de una vez por todas, el espinazo al narcotráfico (sobre lo que he escrito ya varias columnas); g. establecer una política pública contra el homicidio; h. sin caer en populismo normativos, revisar la legislación penal y establecer mecanismos de sanción efectiva a la reincidencia; i. adelantar la gran reforma a la justicia que urge y es indispensable; j. superar la discusión sobre el Sí y el No en el plebiscito y examinar desideologizadamente lo que funciona y lo que no funciona del pacto con las Farc y corregir lo que sea necesario.

Nada de ello, sin embargo, será suficiente si no construimos una ética de profundo respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los otros, una ética de esfuerzo, trabajo y sacrificio, una ética que premie a quien respeta la ley y sancione severamente a quienes la violan y a los corruptos, una ética que recupere la enseñanza de valores cívicos y democráticos. Tenemos que ser capaces. No podemos resignarnos a vivir en esta espiral interminable de violencia.

Publicado en Columnistas Nacionales

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