el tiempo exterminó, en las afonías de los pájaros azules que se reflejaban en su canto triste de tardes de invierno. En el espejo roto del armario gris luchando por zafarse del pugnaz ejército de polillas.
En las noches observaba el techo de zinc imaginándose una gran pantalla en donde se reflejaran sus hazañas. Tocaba su pierna zurda buscando que lograra tener la magia del diez de Villa Florito. Un viejo afiche junto a su cama era el rostro de quien era su ídolo.
Acariciaba la pelota como quien abraza a su madre en tiempos de tempestad. Estaba hecha de trapos viejos, la indecible necesidad, en un balón vomitado de hambre, cosido con los hilos que nacen de los desafueros. En su interior estaban los harapos de la abuela para darle solidez, algunos restos de una camisa de su padre obrero, seguramente con el sudor que no estrujaron los desinfectantes del sacrificio. Quizás aquel balón compuesto de olvidos, de cajas ruñidas, tenía como corazón toda la pasión enfervorizada de una tribuna de niños con brazos cruzados, de hombres y mujeres luchando por subir al último vagón de la oportunidad, muchas veces obstinadamente esquiva, era también la tierra misma, donde muchas veces estaba prohibido soñar; escaparse de pronto en un abrir y cerrar de ojos hasta sentir que esto era lo única felicidad. Los dioses imaginarios dormitaban, en el altar de los héroes estaban las gestas que cada uno quería para sí, las epopeyas que lograran sacarlos de la miseria, hasta posesionarlos en la cúspide.
Aquella frenética lucha por subsistir rugía como un león devorándose la red. El grito de gol andaba atragantado en algún sonámbulo sueño, casi imperceptible, por ello sujetaba su vida a mantenerse con firmeza en la cancha. Dormía observando el balón entre bostezos que anunciaban la muerte de un día. Toda la ilusión estaba en hacerla brillar, que la pelota construyera su templo sobre el corralón de tierra con pies descalzos, un podio amarrado de ganas, servido en la copa de lo que anhelan ascender hasta las palmas del público hipnotizado. En las mañanas no había desayuno abundante, algunos panes viejos ablandados por un café, que más bien parecía un rosario de penas. El balón se deslizaba entre los brazos del niño para saltar hasta el terreno. Un beso sobre la pelota, el sabor en los labios de las penurias de la abuela desvalida, del padre explotado y malhumorado, las carencias humanas y espirituales en las espaldas de una ilusión en sueños de futbol, todas las cartas apostando al gol. El campo había quedado limpio cuando los niños lo despejaron de malezas y desperdicios. Aquel polvoriento escenario, era toda la ilusión, para que la pelota hecha de harapos buscara hacer brillar el talento silvestre de los niños sin nombre. Dos perros hambrientos se disputaban un hueso en una de las arquerías, no existían uniformes y los zapatos eran vencidos calzados con poca plantilla.
Solo que la ilusión estaba allí. El querer dejar de ser un anónimo en la vida era el puntapié inicial. Salir de la enmarañada selva de carencias humanas para lograr que la situación mejore teniendo al gol como protagonista de la película. Detrás del balón van las historias que se cuecen a montones. El fútbol tiene los escenarios de lucha. Pocos llegan al cenit de la profesión. La mayoría se queda en el sueño de poder alcanzarlo. Que besar la red sea con los labios de la posteridad. Es una pelota que siendo poeta roza los belfos de quien la nombra. Es el desiderátum de aquellos que tendrán los rostros del infortunio. El balón seguirá rodando en terrenos abruptos, llenos de disparejos, pero es una llave que se abre para todo aquel que tiene también hambre de gloria.
@alecambero