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Alexander Cambero                                                            

Un presentimiento dejó sin dormir a Eulalia Martínez. Rodó toda la noche en su nicho de paja, algo le decía que a su hijo Ricardo, no le iría bien en su viaje a Duaca.

A oscuras se levantó para alumbrar a sus santos, se inclinó ante ellos con rocío de agua bendita y múltiples rogativas; que acompañaba persignándose a cada instante. Un miedo helaba sus venas, cuando observó a Rey transformarse en cadáver. Sobre su cabeza, un manto tenebroso parecía coronarlo al pie de un frondoso árbol, en donde su cuerpo chapoteaba en un charco de sangre. Las imágenes se confundieron con la soledad del lugar. Sentía que el áspero valle crujía en su interior de cavidades infinitas, que la tierra hablaba entre los matorrales acariciados de un sol inclemente. Un mensaje quejumbroso de un destino marcado por el infortunio. Aquella visión apocalíptica la invadió de un sudor frío que la desesperó en grado sumo. No comprendía el significado de las sensaciones que experimentaba por primera vez en la vida. Ricardo Rey era su único hijo. Desde niño el robusto impúber fue ganado para el trabajo. Su fortaleza física le daba ventajas para las labores pastoriles. El valle de Quíbor sintió sus tiernas manos metidas en el útero de la tierra reseca, atravesaba senderos de cujíes y serranías; en la búsqueda de conejos y codornices, un roble de ébano para llevar leña desde lejos hasta el fogón del hogar. Jamás rehuía de sus labores como el hombre de la casa. Nunca conoció otro amor que el de su madre. Su progenitor solo fue una difusa imagen de un hombre que partió a caballo con dirección a Carora para más nunca volver. Desde aquellos tiempos se vistió de responsable del hogar, cuando castigaba las costillas de los árboles con su afilado machete, sentía que espantaba sus miedos y angustias, al comer la miel silvestre en las hendiduras de Guadalupe, la vida le regalaba el sabor distinto que no tenían las lágrimas ocultas de Eulalia, al haber visto partir al amor de su vida. Ella siempre le decía que sus mejillas estaban llenas de la lluvia que escaseaba, que la leña verde la llenaba de copiosos lamentos. Durante años le escuchó decir aquellas mentiras que lo fueron envolviendo. La tierra marchita en el templo de un vasto territorio carente de agua fortaleció su gran empuje. Nada lo detenía en su empeño de llevar dulzura a la amargura de una ausencia que se arrastraba como una cruz en la espalda.

Duaca apareció como un farol de oportunidades. El progreso de la Perla del Norte atraía a propios y extraños. Muchos acudían para ir buscando la prosperidad de la cual carecía su valle rasgado. Con mucho sacrificio se hizo de una carreta. La pintó de azul y amarillo con una leyenda que decía: Sin plata no hay amor, en referencia a las chicas de un prostíbulo clandestino en las inmediaciones de Sanare. Colocó tablones que embadurnó de negro; allí irían las pieles de chivo, las carnes saladas bajo una gran manta de fieltro que compró en Tintorero. Su último día en la vida fue luctuoso desde el mismo amanecer. Su madre lo observaba rodeado de velas, de muerte; era otra huida a caballo, pero esta vez, no hasta Carora, sino directo al hondo hueco del camposanto. Le preparó el desayuno con gran esmero, como la premonición de que ya no tendría compañía. El miedo se cortaba con cuchillo en aquella humilde morada. Los santos fueron invocados de muchas formas y maneras, y si estaban durmiendo, seguramente estarían atentos a las plegarias de la vieja. Del fondo del altar sacó una cruz de palma bendita. Ella creía que tenía la fuerza para espantar a los demonios. No sé cuántas veces besó a su hijo, se abrazaron con una fuerza que transfiguró los confines, aquellos gestos buscaban romper el maleficio de un hecho marcado en el sueño. Ya casi al partir, Ricardo le dijo a su madre: écheme la bendición. Ella, con un beso, lo despidió. Dios te bendiga, hijo de mi alma. Sus artríticas manos le entregaron la cruz de palma bendita. Hijo, llevaba contigo, es tu protección y abrigo en el nombre de la Santísima Virgen le dijo. El último beso le supo a despedida eterna. La caricia oteaba gotas de sangre inexplicables. Un murmullo entre los matorrales que atizaban los polvorientos caminos resecos, un carapacho de una serpiente fue arrastrado, por la ventisca que rebotaba en el techo de paja, haciendo vibrar los huesos del bahareque. Una visión desgarradora, ataviada de negro, se aposentó en su mirada. Lo observaba como imaginándose una vida sin él. Rey se montó en su carreta y partió rumbo a Duaca.  Fue atravesando senderos esplendorosos. Se cruzaban los caminos del sobresalto, como en madejas imponentes de nuevos desafíos. Las ruedas iban borrando rastros de otros viajeros. El espectáculo de un ambiente distinto al de Quíbor lo motivaba. Los kilómetros fueron llenándose de hondas expectativas. Quería llegar hasta la estación después de entregar sus cargas en el negocio de Blas Ortiz. Le encantaba ver llegar al ferrocarril cargado de productos y de bellas mujeres tan distintas a las de Sanare; estas, vestían de traje y sombreros de colores tan hermosos como el valle de Duaca. Cuando se aproximaba, lo dominó el cansancio. Estaba absorto en cavilaciones profundas. Desde lejos escuchó el sonar del tren que llegaba de Aroa, pensó en ir hasta la estación, pero eligió descansar debajo de un inmenso cedro en Barro Negro. Se recostó para no despertar jamás. Un coriano le asestó una puñalada en la yugular, apenas miró al caballo como recordando a su padre; esta vez su camino lo marcaba la muerte.  La virulencia del sorpresivo ataque lo despachó en segundos, como quien tenía los días contados. La noble tierra se llenó de una pena que apagó la vida, un charco de sangre donde quedaron los besos y el ruego de su madre, nadando en la cruz de palma bendita.  

@alexcambero

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