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Sergio Ramírez       

El caudillo, sea de izquierda o de derecha, es un fantasma que hace sonar sus cadenas de fanatismo.

Los términos izquierda y derecha nunca han sido tan confusos como hoy en América Latina; pero, sobre todo, es mayor cuando nos referimos a la izquierda, que padece de un síndrome de identidad. Hay una izquierda conservadora, metida en el túnel del tiempo, que tiene enfrente de los ojos la enorme piedra filosofal de la añoranza soviética. El partido monolítico, que guía a las masas hacia un futuro sin mácula; y está la otra, la de quienes ven en la lucha armada un ideal que saben desgastado, pero para el que no encuentran sustituto.

Los acuerdos de paz conseguidos en Colombia bajo el gobierno del presidente Santos significaron la renuncia a las armas de las Farc, el más viejo de los movimientos guerrilleros de América Latina, ya cuando la lucha armada como método de toma del poder había perdido todo prestigio.

Antes, los acuerdos de paz de Esquipulas terminaron con las guerras de los años ochenta del siglo pasado en Centroamérica: la que se libraba en Nicaragua entre el régimen de guerrilleros sandinistas en el poder respaldados por la Unión Soviética, y los contras financiados por Estados Unidos; y las guerrillas del Fmln en El Salvador, y la Urng en Guatemala.

Estos procesos de paz de antes del fin del siglo coincidían con la caída del muro de Berlín. La década de los años noventa fue de agonía para la izquierda ortodoxa, porque sus ideas fundamentales quedaron desmanteladas: el partido único, o hegemónico, en control del Estado; el Estado como empresario único; y la democracia proletaria, contraria a la democracia burguesa.

Para quienes se negaron a aceptar que aquel mundo, en parte irreal y en parte real, había dejado de existir, todo se quedó en una nostalgia viciosa. No vieron, y muchos aún no lo ven desde esa estricta ortodoxia, que la única salida para la izquierda es hacerse parte del sistema democrático sin apellidos y aceptar que a través de los procesos electorales se gana o se pierde.

Pero entonces, antes de empezar el nuevo siglo, aparece el fenómeno populista de Chávez, algo que no era nuevo en América Latina –basta recordar a Perón y a Getulio Vargas– insuflado de un nuevo espíritu mesiánico que volvió a poner de moda el lenguaje anquilosado de la izquierda tradicional.

Es cuando se crean las mayores confusiones acerca de la izquierda, porque detrás del populismo de Chávez, con sus petrodólares benefactores, un viejo ortodoxo como Ortega aparece también como populista en Nicaragua, porque puede disponer de los cerca de cinco mil millones de dólares que le llegan desde Venezuela, y populista es también Evo Morales en Bolivia. Todos, junto con la Cuba de Fidel Castro, que sin la munificencia de Chávez no hubiera sido capaz de sobrevivir.

Pero entrado el siglo veintiuno, el populismo pasa a ser también de derecha, un populismo cerrado ideológicamente, el que Trump alienta en Bolsonaro, sectario, intransigente, demagógico. Pero también Maduro, el heredero de Chávez, es un demagogo que erige su discurso altisonante sobre las ruinas de un país empobrecido al extremo por la corrupción y el dispendio.

Y un dirigente político de la vieja guardia de izquierda, como Cerrón en Perú, hasta hace poco seguro en su rol de poder detrás del trono del profesor Castillo, exhibe un discurso homofóbico y misógino, un conservador de izquierda, que se toca con el de Bolsonaro. Y en el mismo saco, las leyes de Ortega que castigan a quienes él juzga que atentan contra la soberanía nacional, son leyes como las de Putin, pero también como las de Mussolini.

Una izquierda o una derecha tramposas, que al llegar al poder por la vía electoral asuman el designio de quedarse para siempre, concentrando todo el poder a cualquier costo, son la negación misma de la democracia, y lo único que hacen es crear nuevos ciclos de violencia.

El caudillo, sea de izquierda o sea de derecha, es un viejo fantasma que hace sonar sus cadenas de fanatismo, sectarismo, y represión de las ideas y de la libre expresión del pensamiento. Una obsolescencia de nuestra historia que conspira contra toda posibilidad de modernidad.

www.sergioramirez.com

https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 13 de octubre de 2021.

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