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Alfonso Monsalve Solórzano

El domingo pasado expuse la teoría del golpe blando y concluí que quien lo estaba intentando antes de ser presidente y ahora en su gobierno era Petro. No me equivoqué.

El que el presidente golpee al estado de derecho que juró defender, siendo el mandatario de los colombianos, no es nuevo en la historia; en realidad, es una maniobra típica de los tiranos de extrema izquierda latinoamericanos, quienes han aprovechado el poder para tomarse la rama judicial y el congreso, como en el pasado lejano, Cuba y, más próximos en el tiempo, Nicaragua y Venezuela, quienes, una vez, controlado el aparato del estado, lo ponen al servicio de sus intereses personales e instalan una cleptocracia desvergonzada, para eternizarse en el poder, usando para ello todo tipo de artilugios, como la cárcel o el asesinato a los opositores con matones a su servicio en los órganos de seguridad del estado;  la mentira más procaz; la manipulación de las necesidades de un pueblo que arrodillan a punta de bolsas de comida -que ya, por cierto, la oscura señora Laura Sarabia comenzó a entregar en una prueba piloto-, como todos ustedes recordarán, etc..

Aquí el golpe blando se está convirtiendo en un golpe duro en toda la regla, que busca, ahora, destruir, alevosamente y por cualquier medio, al poder judicial y a los organismos de control, porque Petro no puede someter a los funcionarios actuales, y quiere cambiarlos por otros que eventualmente engaveten las investigaciones por presuntas violaciones a la ley que él y sus segundos hicieron en campaña.

Su estrategia más aberrante, es por supuesto, presionar a la Corte Suprema de Justicia, doblegándola por el asedio de los vándalos que intentaron tomarse el edificio del Palacio de Justicia, para que nombre inmediatamente el reemplazo del Fiscal Barbosa, con el fin de evitar que la Vicefiscal Martha Mancera dirija en encargo a ese organismo mientras la Corte  elige Fiscal en propiedad, con el argumento, sin pruebas, de que Mancera es mafiosa y que la Fiscalía ha estado, siempre, en manos de narcotraficantes y paramilitares.

Lo ocurrido el jueves, en medio de las manifestaciones de apoyo al presidente, fue una faena violenta coordinada para tomarse el edificio del Palacio de Justicia con los magistrados adentro, porque no eligieron a la nueva Fiscal, y no el resultado de un hecho espontáneo que se salió de las manos de los organizadores, como lo prueba el mensaje en X, borrado posteriormente, en el que alguien ordena a los participantes en la asonada, refiriéndose a la gente que está dentro del Palacio, que “NADIE ME SALE”, así, en mayúsculas

Petro niega la magnitud de la revuelta, pero la Corte misma, a través de su nuevo presidente y, luego, en una declaración del Cuerpo en su conjunto, afirmaron que no se puede minimizar lo que allí ocurrió. Que fue, ni más, ni menos, un secuestro colectivo por cinco horas para presionar la decisión de un ente judicial, que en muestro estado de derecho, es independiente del poder ejecutivo y del legislativo, y autónomo en sus decisiones, como expresión del equilibrio de poderes que ordena nuestra Constitución. En el Palacio hubo terror, con intentos de toma violenta, entre otras acciones oprobiosas. Si eso no es un conato de golpe auspiciado por el Ejecutivo, nada lo es.

Pero, en nuestro caso, lo ocurrido el jueves toca las fibras más sensibles de nuestro pathos nacional formado, en gran parte por el dolor y las cicatrices que la violencia ha forjado en la identidad colectiva de la nación colombiana, una de las más importantes, la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19, que llevó al martirio de los miembros de la CSJ de noviembre de 1985.

En efecto, el ataque del jueves pasado a la Corte Suprema de Justicia revive los terribles acontecimientos de la toma violenta de la Corte por parte del M-19, del cual era militante el presidente Petro, que derivó, lo sabemos, en el asesinato de todos sus magistrados. La Justicia colombiana fue la víctima principal del delirio de ese grupo armado que buscó con esa acción demencial, arrodillar al presidente colombiano y “enjuiciarlo,” en un intento de desencadenar una revuelta y una toma armada del poder.  Y lo hicieron con la financiación del narcotráfico del cartel Escobar, con el que formaron una alianza, en la que los mafiosos buscaban enterrar la extradición. Y se aliaron, sin recato ni principio alguno, después de que aquel les diera una paliza, luego de que intentaron secuestrar a personas de la mafia. Ni Escobar y sus secuaces, ni ese grupo armado terrorista, lograron sus objetivos estratégicos porque a éstos, no les cuajó su conato de golpe, y a aquéllos, pues la Constituyente que resultó de la negociación entre el gobierno y esa guerrilla, aprobó la extradición, que se ha mantenido y que Petro está intentando desmontar, entre otras medidas, para negociar con ellos ahora que está en el poder.

 Pero lo que los del M-19 sí lograron fue una amnistía total, que dejó sin sanción sus horribles crímenes y la puesta en marcha del relato según el cual la toma fue un acto heroico y los responsables de los asesinatos del asalto al Palacio fueron las fuerzas del orden del estado.  Es la posverdad en toda su dimensión que el gobierno de Petro ha intentado validar como parte de la fábula de que el M-19 no fue una organización terrorista sino una guerrilla respetuosa de los derechos humanos que se levantaba legítimamente contra el estado colombiano. (Parte de ese relato es, precisamente, la novedosísima teoría de que esa organización no robó la espada de Bolívar, sino que la recuperó -como si estuviese en un lugar de algún hampón privado y no en un sitio público, perteneciente por definición a todos los colombianos, - y Petro la usó en su posesión como símbolo de que había comenzado una nueva liberación).

Con lo que no contaban Petro y sus secuaces era con que en el pathos inserto en la memoria colectiva del país, estaban escritos el horror de la toma de 1985 y quienes eran sus perpetradores; y que, al ver el jueves, en la televisión y en las redes, a la turba que insultaba y pretendía romper la entrada del Palacio empujando el nuevo asalto, mientras empuñaba, entre otras, banderas del M-19, la gente del común, el pueblo de verdad -no el que se imagina Petro- sentía horror y dolor de patria. Hasta los jóvenes, que no vivieron ese drama, entendieron profundamente lo que estaba pasando.  Un acontecimiento como ese jamás debería repetirse en Colombia.

El jueves, los petristas prepararon la asonada convencidos de que podrían ganarse al país y cambiar la verdad de la historia en algo tan nuestro -tanto que forma del ethos colombiano- como el respeto a las instituciones democráticas, y se equivocaron de cabo a rabo. Aquí, a diferencia de países vecinos, no hay espacio para golpistas. 

Es posible que sigan intentando amedrentar a la Corte -ya el CRIC amenazó con hacer una minga en Bogotá, si no se nombrara el Fiscal el 22 de este mes- insultando a la Fiscal encargada, desacatando y tomando como objeto de burlas a la Procuradora, obligando a manifestarse a empleados del Sena, maestros y estudiantes, haciendo plantones, manifestaciones, paros violentos. Pero el jueves cometieron un error muy grave: perdieron políticamente al pueblo colombiano, por muchos años. Les salió el tiro por la culata.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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