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Eduardo Mackenzie*  

El gran esfuerzo mediático de Gustavo Petro es ahora diluir y borrar el crimen de retención y/o secuestro de los magistrados que trabajaban en el Palacio de Justicia de Bogotá. Él espera poder transformar ese gravísimo episodio del 8 de febrero en una bagatela: “No fueron secuestrados, nadie salió herido” justificó el ocupante de la Casa de Nariño ante la prensa. Petro llegó a calificar de “decente” lo que hicieron los energúmenos ante la sede de la Corte Suprema de Justicia: “No hay más petición de los manifestantes que decencia”.

La vara con la que él mide el asedio de cinco horas al alto tribunal, el envío a ese lugar de una tropa de extremistas armados de matracas y piedras (y quien sabe qué otras armas tenían bajo sus indumentarias) para que entraran al Palacio de Justicia y les cobraran a los magistrados de la CSJ su independencia, es la de un demente: no hubo delito alguno pues nadie fue secuestrado, nadie murió ni fue herido, ni quedó estropeado de por vida. Petro pretende inculcarle a la opinión una doctrina abyecta: desde que no hay sangre y salvajadas la acción es nula.

Otra cosa es lo que deben estar pensando las víctimas, los magistrados que sufrieron ese asalto y sus familiares, sobre todo los magistrados que tuvieron que ser evacuados en helicópteros. ¿No les hicieron correr riesgos? ¿No fueron ellos heridos moralmente? ¿No les quedarán secuelas psicológicas? ¿No recibieron el tétrico mensaje que Petro les transmitió con esa cobarde irrupción de provocadores petristas? Con ese asedio Petro les dijo: “Miren bien cómo se comportan con mis intereses pues en cualquier momento ‘el pueblo’ los puede apalear”.

La operación en Bogotá contra el Palacio de Justicia, el segundo ataque que sufre esa institución a manos de asaltantes del M-19 desde 1985, fue un delito premeditado y bien ejecutado. Fue el típico ataque híbrido: altamente peligroso por su objetivo y por el atroz precedente del 6 y 7 de noviembre de 1985, pero disimulado bajo el disfraz de una protesta de gente iracunda. Acto que terminó relativamente bien gracias a la actuación de la fuerza pública y de los medios que informaron rápidamente y con exactitud sobre la forma que había tomado la protesta en Bogotá.

Ese asalto, en el que se notó la presencia de exguerrilleros con sangre en las manos, fue también un acto que lanzó una amenaza a otros pilares de la democracia, no solo a la CSJ y a los otros tribunales de esa misma sede. Fue un mensaje enviado al Congreso de la República: si los senadores y representantes no se someten a los planes destructivos de Petro las huestes embanderadas e iracundas entrarán al Capitolio para cobrarles las cuentas.

Para restarle importancia a ese asalto, Gustavo Petro trinó: “Los mismos magistrados han querido que no se use violencia y no hay ataque contra los magistrados”. “No hubo ningún magistrado herido, no hubo ningún magistrado sacado en helicóptero y no hubo un secuestro”. Y, según Semana, lanzó con frío cinismo: “Siempre pudieron salir y entrar como quisieran. No salieron porque ellos le dijeron al general de la Policía que no querían salir, sino que iban a trabajar más hasta la hora en que salieron”.

Igualmente acudió a la burda pirueta de la personalización: las víctimas no eran los magistrados, era él. No hubo peligro ese día, y el peligro fue un invento de la prensa, pues ese día él no fue atacado por nadie. Lo dijo así: “Yo salí caminando del Palacio de Nariño, no había helicóptero, ni siquiera los de la Presidencia, no había necesidad”. ¿Cree Petro que hay una gota de lógica en esa respuesta?

Petro ha llegado al colmo de trasladar la culpa de lo ocurrido a Fecode y a los otros sindicatos. Según él, el bloqueo de la CSJ fue ejecutado contra sus órdenes. “Me corresponde apagar –dijo-- a quienes quieren prender incendios”. Petro es desleal hasta con sus propios socios y cómplices. Quiere que olvidemos su iracundo mensaje en donde le exigió a los sindicatos, sobre todo a la CUT y a Fecode, que realizaran “la máxima movilización popular por la decencia” y la “movilización popular general” contra una imaginaria “ruptura institucional” que venía de la CSJ y de la Fiscalía general. 

Petro trabaja para que olvidemos que el convocante de las protestas que terminaron en el secuestro de los magistrados y del personal de la Corte Suprema de Justicia es él.

Eso no es todo. Petro trata al mismo tiempo de culpar a los propios magistrados de la CSJ de ser los promotores de los disturbios: los magistrados enfurecieron a la gente, insinúa, por no haber elegido el nuevo fiscal. Es el mundo al revés. Es el mundo de Petro con sus acostumbradas fullerías: tirar la piedra y acusar a la víctima. ¡Los violentos estaban apostados en ese lugar pues respondieron al llamado de Petro de impedir el “golpe” de la CSJ!

Esa visión podrida de la acción gubernamental es la que los colombianos no soportan un día más. La prueba son las excelentes declaraciones de los más importantes jefes de las tendencias políticas y de valerosos responsables de prensa, como Vicky Dávila, y los millones de textos en las redes sociales que acusan a Petro de ser el causante de los estragos del 8 de febrero de 2024.

Ahora falta la respuesta de la rama judicial la cual tendrá que calificar los hechos violentos contra la sede de la Corte Suprema de Justicia y definir la responsabilidad que tiene el presidente en lo que sucedió en esa jornada. Y falta, además, la acusación ante el Senado por la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes por los actos u omisiones del presidente Petro que violaron la Constitución y las leyes.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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