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Alfonso Monsalve Solórzano

En esta época de globalización de los derechos, hay una tensión entre la soberanía nacional, ejercida por las autoridades de un país sobre sus asuntos internos, de un lado, y la presión que ejercen las organizaciones internacionales públicas del otro, que limitan o, al menos, interfieren dicha soberanía; especialmente, cuando las segundas las ejercen con base en el cumplimiento de tratados internaciones que los estados suscriben voluntariamente.

La limitación de la soberanía cuando los estados violan los derechos de sus propios ciudadanos se convirtió en tendencia desde los juicios de Núremberg, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando USA creó un tribunal para procesar criminales de guerra nazis, a pesar de que las leyes alemanas no contemplaban en su ordenamiento jurídico esos delitos.

Desde entonces, el derecho internacional ha ido incorporando normas como la Declaración de Derechos de la ONU, los Pactos, las Convenciones y Protocolos de las Naciones Unidas, o la Declaración Americana de los Derechos del Hombre, La Convención Americana de Derechos Humanos, entre otros. De ellos se deriva un innumerable grupo de Cortes, Comités, Comisiones, Representaciones, etc.

Lo que, en principio, es una buena cosa, porque pone orden y fija límites y responsabilidades a las autoridades nacionales, ha devenido, frecuentemente, en la creación de una fronda burocrática -compuesta, en muchas ocasiones, por funcionarios que obedecen a intereses políticos específicos de sus gobiernos corruptos o criminales, o que provienen de partidos y organizaciones de izquierda que han colonizado dichos cargos, o ambas cosas– que se apropia de organizaciones que fueron creadas con propósitos superiores de justicia y solidaridad.  La Comisión de Derechos Humanos de la ONU es un ejemplo perfecto. Siempre ha estado constituida en su mayoría por representantes de gobiernos dictatoriales, muchos de ellos genocidas, y ¡¡¡allí se rinde un informe anual sobre Colombia!!! Y en ella se elige un Alto Comisionado que rara vez no es el vocero de los intereses que priman en semejante composición. Otro, es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, presa, casi siempre, de activistas de izquierda cuya agenda es hostigar a gobiernos que no son afines a su ideología, como el de la Colombia actual.

Y esta burocracia es acompañada por otra, igual o más frondosa, de lo que se ha dado en denominar organizaciones de la sociedad civil internacional, ONG internacionales, con sus correspondientes pares nacionales, que, con dineros procedentes de fondos públicos, muchas veces, y privados, en otras, se toman la vocería de los ciudadanos de la comunidad global y/o nacional para expresar opiniones ideologizadas y descalificadoras de gobiernos democráticos como el colombiano, y de aquellos que no comparten su punto de vista.

Hay, en suma, como bien lo describió Mary Kaldor, en el ya lejano 1999 en su famoso libro Nuevas y Viejas Guerras, un ejército de funcionarios y activistas que ganan en dólares, se hospedan en hoteles de lujo y posan de representar los intereses de ciudadanos que ganan en devaluadas monedas locales, no tiene vivienda o la que poseen es precaria, muchos de ellos, desplazados y que sufren la violencia de sus gobiernos o de organizaciones que fungen como sus liberadoras, mientras los explotan sin piedad.

Quiero repetir que, en las organizaciones internacionales públicas, el ingreso de cada país es voluntario, así como lo es la firma de los tratados de los cuales casi todas ellas se derivan. Y debo añadir que es un hecho que lo distintos gobiernos de Colombia, para posar de civilizados, han tenido la propensión a firmar todos los tratados y convenios y participar en todas las organizaciones que les proponen, sin considerar, a mi entender, el interés estratégico que dichas suscripciones e ingresos tienen para el país porque una vez firmados adquieren rango constitucional y en muchos de ellos, se cede la soberanía interna, para después arrepentirse, cuando ya queda poco o nada por hacer (a propósito, el Acuerdo de Escazú es uno al que habría que releer con detención antes de ratificarlo).

Esto es así porque una vez firmado un acuerdo o tratado hay que cumplirlo o iniciar el proceloso camino de retirarse de él. Salirse no es fácil y las consecuencias políticas de hacerlo son muy costosas. Además, en ocasiones, su cumplimiento podría otorgar cierta legitimidad política ante los ojos de la comunidad internacional.

Es el caso del Estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional. Colombia lo firmó (Estados Unidos, Rusia, China, Israel y Cuba, no lo hicieron; Bahamas, Chile, Haití, Jamaica, Santa Lucía, Grenada, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Surinam, tampoco). Está, entonces, obligada a cumplirlo.

Ahora bien, la manipulación de las organizaciones de izquierda nacional e internacional frente al conflicto colombiano hizo que los gobiernos democráticos de Colombia quedaran en ‘examen preliminar’ durante diez y siete años, una espada de Damocles contra la institucionalidad colombiana, a veces estimulada también por gobiernos como el de Santos, interesado en deslegitimar nuestra democracia.

En la reciente visita del Fiscal Karim Khan, se levantó esa figura, lo que significa que, contra todo pronóstico de la izquierda radical, el gobierno colombiano ha venido cumpliendo con los estándares fijados por la CPI. Ese reconocimiento es una fuente de legitimidad para las instituciones colombianas frente a la comunidad internacional. Y lo es, incluso, si en el fuero interno de muchos como yo, esa organización no ha satisfecho las expectativas para las que fue creada, punto al que me referiré más abajo.

El aval viene acompañado con el compromiso de que la Fiscalía de la Corte Penal Internacional reconsiderará su evaluación a la luz de cualquier cambio significativo de las circunstancias, "incluyendo toda medida que pueda obstaculizar significativamente el progreso y/o la autenticidad de los procedimientos pertinentes y la aplicación efectiva y proporcionada de sanciones penales de naturaleza retributiva y restaurativa". O si se presentan "iniciativas que resulten en importantes obstrucciones al mandato y/o al funcionamiento adecuado de las jurisdicciones pertinentes; o cualquier suspensión o revisión del esquema judicial establecido en el acuerdo de paz de manera que pueda retrasar u obstaculizar el desarrollo de procedimientos nacionales genuinos" (https://www.eltiempo.com/justicia/cortes/cpi-acuerdo-que-cierra-el-examen-preliminar-a-colombia-628505).

No dice que no podrá modificarse en ningún caso las jurisdicciones correspondientes –es decir, la Jep-, sino que no podrá hacerse de manera significativa, por la que se entiende, que retrase u obstaculice el sistema fijado por el acuerdo de paz. Podría, entonces hacérsele modificaciones para ajustarlo.

Pero lo importante, políticamente hablando, es que, en virtud de nuestro compromiso jurídico con la CPI, Ia JEP llegó para quedarse, a pesar de todas las objeciones que se pueda tener -por ejemplo, que todavía no ha proferido condena alguna, por lo que no ha impartido ninguna clase de justicia, o que determina impunidad para delitos de lesa humanidad y de guerra–; vaya paradoja la de la CPI, defendiendo un mecanismo que admite crímenes contra los cuales se creó, pero así son las cosas. Y llegó para quedarse porque otorga legitimidad política a nuestra democracia, y deja sin sustento a quienes argumentan que el gobierno de Duque no cumple sus compromisos internaciones frente a la investigación de los crímenes de guerra y de lesa humanidad. Es un triunfo de la democracia colombiana. Y queda claro que, si esos objetivos no se alcanzan, será culpa de la JEP, por promover la impunidad.

No tiene sentido, pues, en este momento, en el que lo central es trazar puentes con todos los partidos, grupos, organizaciones y personas que estén por salvar la democracia, mantener la oposición a ese mecanismo si ello significa intentar eliminarlo, aunque, por supuesto habrá que estar vigilante de sus actuaciones y criticando y denunciando todo lo que convierta en impunidad.

Renunciar a ese propósito de acabar la JEP acercará a los partidarios del NO con los que votaron de buena fe SÍ en el plebiscito, para formar ese gran caudal de ciudadanos que podrán ganarle a la extrema izquierda las elecciones del 2022.

Publicado en Columnistas Nacionales

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