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Alfonso Monsalve Solórzano

Leyendo los ensayos de Eduardo Escobar recogidos en el libro Cuando Nada Concuerda, hubo uno, La pregunta de Dios, que casualmente abordé justamente cuando se comenzó a dar en el país la discusión sobre el ateísmo del candidato Alejandro Gaviria.

Pues bien, me llamó poderosamente la atención la manera como presenta los argumentos a favor y en contra de su existencia. Es un texto bellamente escrito -Escobar es quizá el mejor escritor, columnista y ensayista colombiano vivo- y con gran claridad conceptual. Es un artículo que recomiendo a aquellos que tienen inquietudes intelectuales al respecto. Aquí, lo abordaré libremente y lo tomaré de excusa para presentar mi propia visión al respecto, que está emparentada con lo que se conoce como el Liberalismo Político de John Rawls.

La idea de Dios ha producido en la humanidad una serie de nociones que han servido para forjar valores que nos han hecho mejores como especie, tales como el respeto a la vida, la caridad, honradez, la solidaridad y la bondad. Pero es un hecho que los fundamentalistas de todas las vertientes -católicos, protestantes, judíos, musulmanes, por citar las religiones monoteístas más importantes-, han llegado a los peores crímenes para imponer su propia interpretación de las doctrinas que dicen defender: las guerras de religión entre cristianos y reformadores protestantes desangraron a la Europa que se asomaba a la modernidad, la santa inquisición torturó y quemó a miles de gentes buenas, la guerra santa musulmana han sembrado de cadáveres y practicado el terrorismo contra los que denomina infieles, Israel y Hamas están siendo investigados por delitos de guerra y de lesa humanidad.

Los ateos, por su parte, han promovido la tolerancia, la fraternidad y el pluralismo. Pero a la hora de cometer crímenes, algunos de sus defensores han actuado con desenfreno. Lenin dijo que la religión es el opio del pueblo y abrió la puerta a la persecución religiosa que dejó millones de muertos en la URSS e igual hicieron Mao Tsetung, Ho Chi Minh y Fidel Castro, que convirtieron la creencia en Dios en un crimen contra el estado, salvo cuando la ponían y ponen a su servicio. Es que el coctel entre revolución y materialismo dialéctico e histórico resulta tóxico.

Los historiadores de Occidente han llegado al consenso de que nuestra civilización y el orden internacional tal como lo conocemos, construido a partir de estados soberanos (que ha evolucionado hasta la creación de un cierto orden internacional con reglas de convivencia y contención) sólo fue posible cuando las guerras de religión causadas por la Reforma y la Contrarreforma condujeron al agotamiento de los contendientes y dieron paso a los tratados de Westfalia de 1648. La idea central era, finalmente, el derecho de los estados a existir soberanamente y el derecho de sus súbditos a tener la religión que profesaran sin ser perseguidos por ello. Como quien dice, el principio de neutralidad del estado frente a los cultos, que se conoce como el estado laico, ese que no tiene una fe oficial, pero garantiza la existencia de cada una de ellas.

John Rawls en Teoría de la Justicia de 1971, hace una sofisticada fundamentación del modelo liberal de la democracia, en la que propone un consenso superpuesto (traslapado, dirán algunos traductores) entre todas las concepciones religiosas y políticas, para tener un ordenamiento constitucional que garantice la máxima libertad posible a cada ciudadano compatible con igual libertad para todos, así como un principio de igualdad y distribución. En esa sociedad cabe cualquiera con las creencias que considere pertinentes, siempre y cuando se comprometa a respetar las reglas básicas del estado liberal democrático y no intente imponerle su visión del mundo a los demás.

Eso es lo adecuado para Colombia, que sufrió la santa inquisición en la colonia y que en la etapa republicana vivió, en ocasiones, la violencia que algunos prelados justificaron contra quienes consideraron anticatólicos y la de los curas revolucionarios que han invocado el evangelio para hacer la guerra y el terrorismo, junto con la practicada por las guerrillas de las Farc que han perseguido y asesinado a centenares de sacerdotes y pastores a lo largo y ancho de nuestro territorio.

Es, además, lo que consagra la Constitución, que declara la libertad de cultos y la libertad de pensamiento. Nuestro ordenamiento no prohíbe y no podría hacerlo, dado su talante liberal, la presencia de ninguna concepción religiosa o la ausencia de ella, bajo el compromiso de que no pretenda imponérsela a los demás. Las creencias pertenecen a la esfera del mundo privado de las personas y de las colectividades en que se agrupan. Ese carácter no los demerita, sino por el contrario, las preserva de los intentos de imponerlas -disfrazadas de verdades oficiales-, que es lo que hacen los creyentes talibanes, e iraníes, o los ateos cubanos, chinos, y un largo etc., en los dos bandos.

Por eso, no debería ser un argumento de controversia política el que alguien crea en Dios o sea ateo. Y por eso, constituye un acto de oportunismo político de la peor laya, manipular las creencias religiosas de alguien para que un ateo gane votos o un creyente siembre el temor y la desconfianza en quien piensa diferente.

La política colombiana de hoy no debe distraerse con esos tópicos, ya resueltos en la constitución, sino concentrase en lo que verdaderamente es la prioridad: la defensa del estado de derecho, para que no caiga en el abismo obscuro de los fundamentalistas marxistas que impondrán una dictadura con una sola visión del mundo y una sola religión: la de la obediencia ciega al tirano que nos aplicará su fórmula de la felicidad, es decir, el modelo de Cuba y Venezuela.

Publicado en Columnistas Nacionales

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