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Luis Guillermo Vélez Álvarez*

El asunto de la pobreza ocupa el centro del debate electoral. Hay dos escuelas: la de quienes entienden que el nivel de pobreza de un país está asociado a su grado de desarrollo, medido por su producto por habitante, y la de quienes creen que la pobreza de unos es causada por la riqueza de otros y que bastaría redistribuirla para mejorar la condición de la mayoría.

La primera visión no es muy atractiva por la implicación obvia de que la superación de la pobreza exige un esfuerzo continuado de trabajo y ahorro por parte de los mismos pobres, principalmente. La segunda es extremadamente seductora porque suprime de tajo la responsabilidad personal sobre la propia situación, y la necesidad del esfuerzo para superarla, al tiempo que crea la ilusión de que un acto de “voluntad política” de un gobierno providente bastaría para eliminarla.

Desde sus inicios, con la primera revolución industrial en Inglaterra, el crecimiento económico moderno se presenta de manera desigual entre países, regiones e individuos. Ello es así porque su origen está en la innovación —aparición de nuevos productos o cambios radicales en los métodos de producción de los existentes— y esta suele ser obra de individuos o grupos de individuos situados en ambientes de libertad propicios. El crecimiento no es otra cosa que la difusión de la innovación en todos los mercados por un proceso creciente de imitación que también discurre de forma desigual. En cualquier país, las personas más ricas son las que crean o aprovechan mejor las oportunidades del mercado.

Los ricos de las sociedades capitalistas no gastan sus ingresos en sostener un séquito o en erigirse mausoleos. La mayoría destina la más grande parte de sus rentas a inversiones productivas que elevan el rendimiento del trabajo y aumentan la cantidad y variedad de los bienes de consumo, es decir, la renta real, porque esta, en definitiva, no es más que el disfrute de los bienes que satisfacen nuestros deseos. Lo que distingue a los países ricos de los países pobres no es la diferente distribución de los ingresos, sino el hábito de inversión que lleva a la transformación de una porción importante del ingreso en capital productivo acumulado.

Por eso no tiene nada de sorprendente que en la lista de los más ricos de Forbes —los que tienen más de mil millones de dólares— no aparezca ningún ciudadano de los países más pobres del mundo. Tener ciudadanos en esa lista es un indicador de la inversión y la acumulación de capital. En los países con más multimillonarios la pobreza es baja o prácticamente inexistente. Tampoco hay pobreza allí donde los ricos son más ricos, es decir, donde su riqueza representa una mayor fracción del PIB.

No es buena idea intimidarlos con una tributación ultraprogresiva, que castiga la eficiencia y la creatividad, ni asustarlos con amenazas de expropiación, porque, como las aves de Arciniegas, los ricos se van cuando hace frío .

https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 19 de abril de 2022.

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