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El Tiempo (Editorial) 

No pueden pasar inadvertidos, de ninguna manera, los hechos ocurridos la semana pasada en Tibú.

Las noticias del Catatumbo, fértil zona de Norte de Santander, en los últimos tiempos suelen surgir a menudo sobre acontecimientos de orden público. Allí, por su ubicación fronteriza con Venezuela, su clima, su intrincada topografía, anidan diversos grupos dedicados a las economías ilegales, en especial en torno de los cultivos de coca, donde se calcula que hoy hay más de 40.000 hectáreas sembradas.

En esta ocasión no pueden pasar inadvertidos, de ninguna manera, los hechos ocurridos la semana pasada en Tibú, uno de los 11 municipios en que se divide la región, donde 180 soldados del Ejército Nacional, que cumplían labores de erradicación o tareas “contra la cadena de narcotráfico y control del área”, en palabras del general Ómar Sepúlveda, comandante de la Segunda División del Ejército, fueron retenidos por un grupo de unos 500 campesinos cocaleros, que los obligaron a replegarse a una cancha de fútbol en la vereda Chiquinquirá.

Los cocaleros denominaron el acto como un “cerco humanitario”. El Ejército y el presidente Iván Duque lo calificaron como un “secuestro”. Más allá del sentido semántico, que no es cuestión menor, se trata, en todo caso, de un hecho grave, con serias implicaciones.

El panorama es complejo. En Catatumbo, unos 36.000 habitantes y sus líderes viven bajo fuegos cruzados, llámense Eln, ‘clan del Golfo’, disidencias de las Farc o el antiguo Epl, ahora bajo el remoquete de ‘los Pelusos’. Y la participación de miembros de la Guardia Nacional Bolivariana en muchas de estas actividades solo empeora las cosas. Operan desde un país que es, además, retaguardia segura para muchos de los actores armados mencionados que han sabido encontrar aliados al otro lado de la frontera.

Para los habitantes de esta región, cultivadores de coca o de pancoger, esto significa dormir con alacranes en el cuarto. Pero, con todo, las acciones contra el Ejército son un precedente peligroso. No debe quedar la sensación equivocada de que los conceptos de autoridad se pueden relativizar cuando hay de por medio reclamos de las comunidades. El Estado está obligado a escuchar esas peticiones con sensibilidad social, pero nada justifica acciones de fuerza o intimidación que socavan el principio de respeto por las instituciones y sus representantes, como pilar fundamental del imperio de la ley.

Eso genera unos riesgos insospechados. Por fortuna, todo se resolvió pacíficamente gracias a la actitud serena y sensata de los militares, a la mediación de la Defensoría del Pueblo y a la reflexión de los líderes de esas comunidades, pero el antecedente debe ser rechazado. Es a todas luces equivocado pretender desconocer el mandato constitucional otorgado a la Fuerza Pública.

Ello, hay que ser claro también, no es contrario a la necesidad de buscar alternativas a la situación de los cultivadores de coca, muchos de los cuales, aunque están en una actividad ilegal que financia el crimen, manifiestan querer salir de ese círculo infernal. Aquí es evidente el desafío gubernamental de frenar a los capos del negocio dando opciones prontas a los campesinos. Pero mientras tanto, el Estado no puede ser vedado.

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https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 1° de noviembre de 2021.

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