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Alberto Velásquez Martínez

En Colombia, desde el siglo XIX, ha primado la idea de que mientras más disposiciones existan en los códigos, mejor marchará institucionalmente el país. Hay leyes para todos los gustos, modas y caprichos. Somos un país que se pierde en el detalle, atiborrado de normas, tan inútiles como transgredidas, enmarcadas en un Estado que desde los tiempos virreinales practica aquello de que se obedece, pero no se cumple.

Esta semana abrió con nuevo escándalo nacional. Comida podrida, desabastecimiento, ratas y más bichos se tragan los recursos del programa de Alimentación Escolar. Los niños más vulnerables de la sociedad se nutren con raciones de comidas descompuestas. La Contraloría General completa 160 procesos de responsabilidad fiscal por valor cercano a los 50 mil millones de pesos. Pero nada pasará. Si bien hay leyes para castigar a los criminales que se roban los recursos de la niñez, hay artimañas para burlarlas. Son acciones que al final prescriben para ahogarse en la impunidad, género de la tragedia.

Sacamos pecho para decirle al mundo civilizado que somos un país de leyes. Abundante de estatutos. Lleno de picapleitos para interpretarlos e ignorarlos, dentro del marco de la comedia. Recordaba el exfiscal Alfonso Gómez lo que sucedió en Honda el 9 de abril de 1948, asesinato de Gaitán, cuando los amotinados se gastaron el poco tiempo que duró la revolución, discutiendo el alcance de lo que serían los estatutos “para manejar la revolución”. Y trajo a cuento el frustrado golpe militar a López Pumarejo en su segundo gobierno, cuando este zorro político, conociendo el formalismo propio de la idiosincrasia colombiana, le notificó al coronel golpista que solo firmaría su renuncia a la presidencia si se la presentaba en papel sellado.

Historias sobre la picaresca leguleyista abundan en el país. El mismo día de la frustrada revolución a raíz del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, un militante del gaitanismo, urgido por los revolucionarios a posesionarse como alcalde de Medellín, se negó a hacerlo, porque al pedir las estampillas para protocolizar el acto y no encontrarlas, su juramento “ante Dios y la patria” se invalidaría. Y a otro sedicioso, también en Medellín, al requerírsele para que, revólver en mano, acudiera a la toma de la gobernación de Antioquia, contestó que no lo podía hacer, ya que su salvoconducto estaba vencido. En todo su esplendor, la comedia del formalismo enterraba la revolución. Luego entraría en escena la impunidad, su alma gemela.

Así que Colombia vive y vegeta dentro del marco de unas instituciones con unas panzas llenas de leyes que poco se cumplen. La rabulería y la abulia de la rama judicial especialmente contribuyen a que no se castigue el delito, como ahora sucede con los que proveen de alimentos podridos a los niños, con los cuales se piensa modelar un nuevo país. Razón tenía el intelectual Gilberto Alzate, quien en una célebre indagatoria ante un juez, respondió a una pregunta del funcionario que, después del temor de Dios, como cristiano que era, “lo que más temía era morir con el alma prendida a un inciso”. Aquí la rabulería, con la violación a la Ley, sigue nutriendo la impunidad.

https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 31 de agosto de 2021.

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