Pero hoy sentimos una molestia íntima, pues vivimos con la sombra de algo que no cuadra y que distorsiona lo que culturalmente representamos. Es algo deliberadamente provocado en su momento por los enemigos violentos y desadaptados, y que parece que adoptamos como parte de nuestro ser: una ciudad llena de grafitis, paredes con garabatos, postes manchados, separadores viales entintados, muros públicos y privados vandalizados y, en consecuencia, una ciudad que proyecta suciedad, mugre, fetidez y desorden.
Y digo que fue deliberadamente concebido, pues los autores de este caos visual saben muy bien que a través de sus acciones vandálicas se genera el síndrome de la ventana rota, que induce a las personas a destruir y a generar caos sobre el caos; y es allí donde ellos van obtienen sus réditos, pues acostumbran al ciudadano a que la constante es el desorden y, con el, la pérdida de valores cívicos, y el desgano por contribuir a una sociedad más armónica. Los únicos ganadores son los desquiciados vándalos y el gobierno de la delincuencia y el terrorismo.
Y hay que decirlo con claridad: no es más que una de las tácticas de esa izquierda perversa que proyecta su resentimiento en todas las acciones, e induce a quienes los rodean a irrespetar los derechos y bienes ajenos, supuestamente buscando igualdad y respeto por los suyos.
Pero el problema no son solo los hechos vandálicos. El problema, realmente, es que nosotros asumamos estos hechos como si fueran normales y nos resignemos a vivir en medio del caos que nos inundó. El problema es que adoptamos la suciedad y el desorden como parte de nuestra idiosincrasia. El problema es que todo lo que nos vandalizan lo convertimos en natural, y no hacemos nada por recuperarlo. El problema es que les aportamos a nuestros enemigos la inacción y la desidia y ellos, frente a nosotros, se ufanan cínicamente del desorden causado, y lo capitalizan para mantenerse vivos y activos.
Por eso debemos reaccionar y arrebatarles el espacio que nos allanaron. La sociedad, toda, debe actuar para recuperar los bienes públicos y privados que, de alguna manera, reflejan el poder que aún tienen sobre nosotros las bandas criminales que trataron de acabar con el país, y hoy son recompensadas por el Estado. La sociedad no puede resignarse, porque estos son espacios perversamente usurpados y nosotros, con nuestra inacción, estamos contribuyendo a perpetuar a los usurpadores en el poder. Permanecer en estas condiciones es como si en cada cuadra hubiera un monumento a las primeras líneas que trataron de destruir la sociedad.
¿Y de la protección de lo recuperado, qué? ¡Pues para eso está el Estado: para ejercer su autoridad!