Colombia quiere un cambio real. Y en quince días estaremos dando ese vuelco hacia un país diferente, dejando atrás la lucha perversa entre derecha e izquierda, que asuela el futuro de unas generaciones que ven impotentes como sus esperanzas se pierden en medio de los egos, radicalismos y ambiciones desmedidas de los seudo líderes políticos.
Nunca como ahora los ciudadanos valemos y tenemos la responsabilidad de determinar qué va a pasar con el país. Porque las elecciones del 19 de junio necesariamente dividirán en dos la historia de Colombia. Determinaremos si le entregamos el poder a las mafias internacionales del narcotráfico terrorista de izquierda -de las cuales no nos liberaremos en varias décadas- o si, por el contrario, generamos el verdadero cambio de esquema de poder y hacemos respetar la institucionalidad, los valores democráticos y el derecho a recomponer un camino que siempre ha estado lleno de corrupción, atrocidades y atentados mortales.
Decidiremos si permanecemos en esta sociedad llena de odios, acechos indiscriminados de delincuentes, inseguridad rampante, politiquería, robos continuados, asaltos impunes al erario, amenazas terroristas, pérdida de valores morales y degradación personal y social, o si nos liberamos de esas cadenas y le damos la oportunidad a esa opción que enfrenta el sistema corrupto y descarado (de donde se han nutrido los diferentes partidos), y reta de frente a los actores miserables que han degradado el futuro del pueblo colombiano.
Porque ese sería el verdadero cambio. El de arrebatarle el poder a la clase política tradicional (de izquierda y de derecha) y entregárselo al control institucional y constitucional. El de castigar al ladrón del erario (de izquierda y de derecha) y devolverle las oportunidades a una sociedad hastiada de vivir en la miseria, mientras la rodea la riqueza de corruptos que dicen abominar la oligarquía, pero viven dentro de ella, y oligarcas que dicen trabajar en favor del pueblo, pero se les roban hasta el ultimo peso.
Y ese cambio no es posible si le entregamos nuevamente el poder a la clase más corrupta del país. No es posible si empoderamos nuevamente a Piedad Córdoba, Benedetti, Roy Barreras, Iván Cepeda, Gustavo Bolívar, y demás políticos amparados en la lista de Gustavo Petro; o si se lo dejamos a Juan Manuel Santos y a los mismos que nos han dominado desde una orilla oculta y que hoy, jugándose los restos, buscan público refugio en las toldas petristas.
Ya el uribismo fue derrotado en las urnas, tanto en las elecciones parlamentarias como en la primera vuelta presidencial. Igual les pasó, en gran medida, a los partidos tradicionales. La democracia dio un mandato que hay que obedecer: el del verdadero cambio; el de la conversión del país y el del revolcón político; el de desterrar la corrupción, el derroche y el boato encarnados en la clase política tradicional; el de acabar con el poder de la violencia terrorista que nos tiene amedrentados por ausencia de un Estado que nos defienda; el de acabar con la polarización y empezar a sentir una verdadera paz; el de erradicar esa clase política mediante una justicia de verdad que proceda sin clemencia a castigar al corrupto y al terrorista, y no a amnistiarlo ni condonar sus penas.
¡Ese es el cambio! Y es el reto ciudadano más grande, porque es enfrentar a la clase política tradicional, aliada de Petro, quien está dispuesto a negociar con los bandidos de toda laya, empezando por las cárceles, hasta terminar en las más encumbradas cloacas judiciales. Es el mandato que vamos a ratificar el próximo 19 de junio votando por Rodolfo Hernández.