Es muy oportuno reflexionar sobre el asunto, habida consideración del liderazgo tóxico que sufrimos bajo el desgobierno en que estamos.
El país afronta problemas muy graves que exigen atención urgente de las autoridades. No es fácil fijar órdenes de prelación para ello, pero quizás haya consenso acerca de la necesidad de ponerle ante todo coto a la corrupción en que estamos sumidos. Lo triste es que quien se manifestó a lo largo de años como adalid en contra de este flagelo esté presidiendo el que hoy se considera como el gobierno más corrupto quizás de toda nuestra historia. Cada día van apareciendo nuevas manifestaciones de esta infame plaga.
Quien esté llamado a tomar las riendas cuando termine este ominoso período presidencial debe, por consiguiente, acreditar una honestidad intachable, que es algo que brilla por su ausencia bajo el régimen reinante.
La honestidad se pone de manifiesto de muchas maneras. Su punto de partida es la honestidad mental, la buena fe, la transparencia en las actitudes, los pronunciamientos, los procederes. Esa transparencia obliga a ser coherentes, a exhibir razones válidas para sustentar lo que se haga, a dar ejemplo que pueda seguirse en la vida comunitaria.
Un gobernante honesto se cuida de incurrir en la culpa in eligendo y la culpa in vigilando. Debe esmerarse en rodearse bien y en ejercer control sobre sus subordinados. La máquina del gobierno es compleja y no suele funcionar como se debe. Hay que mantenerse al tanto de sus operaciones. Un gobernante bien intencionado, pero cándido, va camino del fracaso.
La honestidad obliga a cuidar los recursos públicos y no malgastarlos ni utilizarlos para fines extraños al buen servicio. El desgobierno reinante nos ofrece muestras palpables de lo que no debe hacerse dilapidando dinero que podría emplearse en mejores menesteres. ¿Qué decir de lo que se gasta en masajista de la que ya no sabemos si es la primera dama?
Nombramientos y contratos ponen a prueba la honestidad de los gobiernos. Los subsidios que en principio sean necesarios no pueden convertirse en compra simulada de votos que pervierte el sistema democrático.
Hay, en fin, una severa exigencia ética acerca del respeto que se debe no sólo de modo formal, sino sustancial, a la institucionalidad. La desviación de poder destruye la confianza en el gobernante.
La energía es la segunda característica que Kissinger destaca en el liderazgo. Quien gobierne debe tener el vigor necesario para manejar situaciones difíciles. Algo así como el que tuvo el presidente Ospina Pérez cuando dijo en la noche del 9 de abril de 1948 que "para la democracia colombiana es preferible un presidente muerto que un presidente fugitivo". A propósito, recomiendo a mis lectores el libro "Los Ospina en la historia de Colombia" que está ofreciendo La Linterna Azul. Es otra mirada a nuestro pasado, que contrasta con la muy sesgada que el desgobierno reinante pretende imponernos.
El liderazgo exige, en fin, competencia, asunto que comprende múltiples ingredientes: conocimiento; experiencia; buen sentido para captar las necesidades, determinar prelaciones, identificar factores positivos y negativos de las realidades que se trata de abordar, de los medios que se pretenda utilizar y de los resultados que se busque obtener. Ya sabemos bien lo que cuesta estar bajo el mando de alguien que se destaca por ser arrogante, ignorante e incompetente, entre otros muchos defectos más.
Cada ciudadano debe hacer un severo escrutinio de los aspirantes a reemplazar al exconvicto no arrepentido que ocupa hoy la Casa de Nariño. La tarea de recuperación de nuestra institucionalidad será ingente. Requerirá de un liderazgo que convoque y anime a las fuerzas vivas de nuestra sociedad. Como lo pidió en su momento Alberto Lleras Camargo, Colombia necesita unirse en torno de un gran propósito nacional.