Sea de ello lo que fuere, el golpe de Estado implica el desconocimiento del orden vigente y su sustitución por otro que se impone en contra de sus disposiciones.
La caída de un gobierno en virtud de lo que estipula la Constitución no puede asimilarse a un golpe de Estado, que por definición entraña el desconocimiento de aquélla.
Nuestra Constitución contiene varias disposiciones que pueden dar lugar a que el Presidente cese en sus funciones, sea porque se lo condene por la comisión de delitos, por indignidad en el ejercicio del cargo, por haber excedido los topes de financiación de su campaña electoral o porque se declare la vacancia por incapacidad física permanente. Todo ello supone el trámite de los respectivos procesos y decisiones de autoridades competentes, vale decir, que se cumpla lo dispuesto por la Constitución.
Hoy por hoy cursan varios procesos regulares que podrían desembocar en la destitución del actual jefe del Estado. Adelantarlos y culminarlos como la Constitución lo ordena o permite no significa vulnerarla, sino cumplirla.
Cosa diferente es el proceso constituyente que está impulsando quien ahora nos desgobierna. Ahí sí que se vislumbra el golpe de Estado, tanto duro como blando.
¿Qué es lo que pretende?
Lo que de modo expreso ha manifestado consiste en eludir la normatividad constitucional para imponer otra que sea de su gusto. No hay que hilar muy delgado para llegar a la conclusión de que aspira a instaurar un régimen comunista al estilo de lo que impera en Cuba y en Venezuela, sus modelos de ordenación política.
Para ello ha urdido una doble estrategia.
La primera consiste en formular unas hipótesis tortuosas acerca de la posibilidad de convocar una asamblea constituyente sin que el Congreso intervenga, a partir de una interpretación abusiva del acuerdo con las Farc y de la figura del reglamento constitucional, para lo cual ha puesto a delirar a Leyva y Montealegre, cuyo parecido con Tuco y Tico, las urracas parlanchinas, no deja de llamar la atención (vid. youtube.com/watch?v=yEereDXp9bU).
La segunda busca promover un vigoroso movimiento popular que presione al Congreso y a la Corte Constitucional para que faciliten la convocatoria de una asamblea constituyente a todas luces en contra de la normatividad, amparándose en el ejercicio directo de la soberanía popular.
No entraré en disquisiciones sobre el poder constituyente primario y el secundario, ni acerca de la cacareada soberanía popular, temas acerca de los cuáles mis opiniones discrepan de las creencias comúnmente aceptadas, más cercanas a la mitología que a la racionalidad.
Lo que veo a las claras es un doble cauce para entronizar la dictadura comunista en Colombia. Ya lo he dicho en otra ocasión: hay en curso un iter criminis orientado hacia la destrucción de nuestra institucionalidad, puesto en marcha por quien está obligado a mantener el orden constitucional preservando el orden público y restableciéndolo cuando fuere turbado. El que nos desgobierna debería estar sometido a juicio por el grave incumplimiento en que está incurriendo en torno de tan severas obligaciones constitucionales.
No hay motivos para asombrarse por ello. Colombia eligió para su gobierno a un exconvicto no arrepentido ni adecuadamente reintegrado a la sociedad. No es exagerado afirmar que buscó un pirómano para lidiar con los múltiples incendios que nos asedian. Sus simpatías lo inclinan hacia los facinerosos y lo alejan de los amantes del orden. De ahí que, fungiendo de comandante de las fuerzas armadas, las debilite, desmoralice y humille, mientras se muestra condescendiente con quienes siembran el terror a todo lo largo y ancho del territorio nacional.
El golpe no viene de quienes se oponen al gobierno, sino de éste mismo. Se avecina para nosotros la noche más oscura.