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Saúl Hernández Bolívar                   

Los defensores de los derechos humanos se quejan mucho por los ‘derechos’ de los delincuentes, pero les importan un comino los derechos de las víctimas.

Hace unos meses decía Nayib Bukele que los defensores de los derechos humanos se quejan mucho por los ‘derechos’ de los delincuentes, pero que les importa un comino lo que cualquier desadaptado les haga a las personas de bien: hurtos, homicidios, secuestros, desapariciones, extorsiones…

Y con esas quejas mantienen a la sociedad maniatada y resquebrajan la confianza, la tranquilidad y el bienestar social, haciendo que muchos se quieran ir de sus países para no volver. En Colombia, más de mil personas se van cada día sin plan de retornar y, según encuestas, la mitad de los colombianos se quiere ir a buscar oportunidades en otras latitudes, en gran parte por la zozobra que genera la falta de justicia.

Es que se ha instalado una tolerancia al delito inusitada y un clima de impunidad absurdo, en buena parte atribuibles a la acción de los defensores de los delincuentes. Veamos tan solo cuatro ejemplos. El primero de ellos es que al delincuente hay que capturarlo en flagrancia, con el puñal ensangrentado en la mano. Si lo cogen cinco minutos después, sin haber mediado una persecución desde el lugar de los hechos, lo más seguro es que el juez lo suelte por no haber “flagrancia”. De lo contrario, el operador judicial incurriría en una ‘monstruosa’ violación de los derechos del delincuente.

El segundo ejemplo de tanta irracionalidad se presenta cuando las autoridades capturan a un mismo delincuente todos los días y más se demoran los patrulleros llenando papeleo, que los jueces en soltarlo. Esto, sobre todo, cuando se trata de ladronzuelos cobijados por el concepto de ‘menor cuantía’, que cubre robos de hasta cuatro salarios mínimos mensuales. Así, importa un rábano que un ciudadano se haya partido el lomo para comprarse un celular, un reloj o una bicicleta. Para nuestra legislación es un delito menor que no requiere sanciones punitivas.

Pero de ello se desprende algo peor, como es el hecho de que no se tiene en cuenta la reincidencia. Para la justicia colombiana da igual robarse un celular que cincuenta, puñal en mano y amenaza en boca. O usando la fuerza desde el principio. La persistencia en el delito no agrava la sanción penal; al contrario, parece aminorarla. ¡Pobrecito! Hay que perdonar al delincuente y rehabilitarlo, es culpa de la sociedad. Propone el MinJusticia Néstor Osuna dizque el ladrón de un celular pague el servicio telefónico de la víctima para no ir a la cárcel. ¿Qué tal?

Un tercer caso abyecto es el de aquellos delincuentes que estando amenazando constantemente a sus víctimas no pueden ser disciplinados porque parece que tuvieran derecho a intimidar a los demás, trátese de la compañera, como en los casos de feminicidio, de las víctimas del gota a gota o, simplemente, de los cientos de colombianos que son extorsionados sin que las autoridades puedan hacer mucho.

Por cierto, de ello deriva el ejemplo más execrable de todos, que consiste en convertir a las cárceles en verdaderos ‘call centers’ de la extorsión, la estafa, el sicariato y cuantas barbaridades pueda perpetrar el hampa por medios electrónicos no controlados por las autoridades.

Gracias a los defensores de los derechos humanos tenemos las penitenciarías dominadas por peligrosos delincuentes que continúan cometiendo atrocidades porque tienen plena comunicación con el exterior a través de celulares ilegales, llamadas diarias legales y visitas permanentes con contacto directo y sin ningún monitoreo.

Así es difícil querer invertir en Colombia. Así es difícil no querer irse. De un lado, nos arrincona un gobierno que quiere empobrecernos y del otro, una delincuencia aupada por la administración de justicia y ayudada por un sentido de humanidad que contradice el derecho de las mayorías. La extorsión carcelaria se acaba muy fácil: esos bandidos deben estar en completo aislamiento. Y punto.

@SaulHernandezB

Publicado en Columnistas Nacionales

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