No hay que olvidar que el inquilino de la Casa de Nariño es un comunista recalcitrante que pretende a toda costa guiar al país por senderos ya trajinados en otras latitudes y que como bien se sabe conducen a fracasos estrepitosos.
El conflicto que ha planteado con el Congreso es de gravedad suma.
El régimen presidencialista que seguimos exhibe, como cualquiera otro, ventajas, pero también adolece de defectos protuberantes. Uno de ellos es la ausencia de remedios institucionales adecuados para superar los enfrentamientos entre las autoridades ejecutivas y las legislativas. La solución de los mismos se encuentra, más que en normas explícitas, en un ordenamiento implícito, diríase que extrajurídico, que consagra el mutuo respeto, la deferencia, el buen trato y, en fin, la diplomacia para regular unas relaciones que por su propia naturaleza no siempre son tranquilas.
Desafortunadamente, el que nos desgobierna lo hace a través de un talante soez, ordinario, grosero, extremadamente pugnaz, que no facilita las buenas relaciones con los demás poderes institucionales. Como lo he señalado en otras ocasiones, insulta, calumnia, tergiversa y amenaza sin ton ni son. Alguien lo ha equiparado ya a un matón de barrio, algo así como un malevo de esos que pintan con distintos colores los tangos orilleros.
Si nos detenemos en los antecedentes históricos, nos encontramos con que la falta de solución adecuada de estos conflictos ha generado resultados desastrosos para la institucionalidad.
Hay cuatro antecedentes que invitan a preocuparse por lo que está sucediendo hoy por hoy, a saber:
-El conflicto en 1853 entre el presidente Obando y un Congreso controlado por radicales y conservadores que lo tenía maniatado. Obando se dejó caer para que lo reemplazara un dictador militar y populista, José María Melo. La oposición que desató trajo consigo una guerra civil, el destierro de Melo y el juicio que terminó con la condena de Obando.
-En 1867 el presidente Mosquera se enfrentó a los radicales que controlaban el Congreso y ellos lo derribaron, poniéndolo preso.
-Rafael Reyes hubo de enfrentar un Congreso que le era hostil. Decidió cerrarlo, extrañar a sus dirigentes enviándolos a temperar en Orocué y convocar el 1 de febrero de 1905 una Asamblea Constituyente plegada a sus propósitos. La reacción del país se hizo sentir a la postre y Reyes tuvo que huir furtivamente hacia el exterior en julio de 1909.
-El 9 de noviembre de 1949 el presidente Ospina Pérez disolvió un Congreso cuya mayoría liberal proyectaba desalojarlo del poder mediante un proceso a todas luces amañado. A partir de ahí y hasta 1958 la Constitución giró alrededor de un solo artículo, el famoso 121 que regulaba el estado de sitio. Este período estuvo marcado por la violencia política, la crisis institucional de 1953 que devino en la dictadura de Rojas Pinilla, la estruendosa caída de éste el 10 de mayo de 1957 y la instauración del Frente Nacional.
Habida consideración de estos antecedentes históricos no cabe duda de que el que nos desgobierna está haciendo una muy riesgosa apuesta al pretender que una constituyente callejera desplace al Congreso e imponga un ordenamiento surgido, no de la serena reflexión, sino del tumulto.
Como dicen los médicos cuando atienden casos difíciles, el nuestro es de pronóstico reservado. Cualquier cosa puede suceder en Colombia a partir del caos que promueve nuestro Profeta Apocalíptico. Lo que se avecina es un naufragio de trágicas repercusiones.
Ahí sí cabe exclamar: ¡Sálvese el que pueda!