Crucé en ferry el Solent para pasar de Posmouth a esa pequeña y más bien monótona isla, que contemplé desganadamente desde el double decker hace siglos. Pues bien, en esa exigua superficie imagina el novelista un gigantesco parque temático construido por un tal Sir Jack Pitman, grande y exitoso thycoon, para atraer el turismo de lujo hacia una Inglaterra aséptica, cómoda, funcional y moderna. Allí el visitante, gracias a 50 espectáculos y tópicos bien seleccionados de la historia inglesa, capta la esencia de un país decrépito. En ese lugar fantástico, que Sir Jack ha bautizado como Inglaterra, Inglaterra, para diferenciarla de la original, su imperio financiero ha adquirido incluso la soberanía política.
En esta nueva Inglaterra se escenifican los espectáculos desde Robin Hood hasta la batalla aérea de la segunda guerra, y hábiles actores personifican las grandes figuras de la historia para que los visitantes puedan departir con ellas mientras degustan los platos tradicionales. Esa parte esencial de la trama es una parodia que desciende hasta la diatriba, no por irónica menos implacable y cruel, de la cual no se salva ninguna institución inglesa, incluyendo la monarquía.
Ahora bien, el despreciable Sir Jack es chantajeado por una de sus ejecutivas, Martha Cochcrane y desplazado por ella del poder. Esta, luego, es traicionada por su amante y el viejo recupera el control. Martha se retira entonces, a una apacible aldea de Wessex, mientras Inglaterra ha desaparecido, sustituida por los siete revividos reinos sajones, y ahora es conocida como Anglia.
Si la cruel diatriba me retrotrae a Antonio Machado, que por boca de Juan de Mairena afirma que el inglés es “un gran pueblo de marinos, boxeadores e ironistas”, la última y elegíaca parte del libro me recuerda que Shakespeare dice que “siempre habrá una Inglaterra...”, la de sus incomparables aldeas, acoto.