Para esta época hay un solo nombre que puede cubrir con su manto y significado a esa criatura que, es aún joven y que nos sigue sorprendiendo a pesar de quienes lo han dado por muerta desde que surgió arrasando formas de existencia que se habían tornado insuficientes para satisfacer las crecientes necesidades de pueblos que querían cambiar el mundo, progresar y salir del estancamiento.
Se trata, por supuesto, del capitalismo, el epifenómeno que se ha expandido por todo el planeta y que ha moldeado la llamada sociedad o época de la modernidad. El que ha sido estudiado por tirios y troyanos para alabarlo o defenestrarlo, para estigmatizarlo o reconocerlo, acusarlo de todos los males o defenderlo como el motor del progreso humano.
Cómo no pensarlo en su estrecha e íntima relación con el surgimiento de nuevas formas de pensar los problemas de la vida y de la existencia humana como la filosofía de la ilustración, el liberalismo, el individualismo, el utilitarismo y la consecuente aparición de ideas y proyectos políticos de sociedad, de modelos políticos de poder, del constitucionalismo en el marco de experiencias, unas en medio de hechos revolucionarios, otras de circunstancias de arreglos y mediaciones, en todo caso asombrosas por su vitalidad y su carácter ecuménico, con epicentros que hoy en día siguen siendo referentes: las grandes revoluciones de Francia e Inglaterra y de independencia americana, y hasta inspiradora, por la inevitable secuela de problemas, de teorías y proyectos para abatirlo y reemplazarlo con modelos utópicos de perfección.
Este epifenómeno que ha resistido graves crisis, pues no pretende ser inmune a la imperfección, que ha salido avante a recesiones, no ha abandonado la característica esencial que le señalaran los padres del socialismo, Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, a saber, el de estar revolucionando constantemente las fuerzas productivas y las técnicas de producción.
No tiene una fecha precisa de surgimiento, no tiene un creador, no está patentado, se expande y llega a donde se le facilite su instalación, carece de sentimientos, no es un partido ni una secta ni una religión. Es, llanamente, un fenómeno fruto de los intercambios y de la actividad económica. Un fenómeno en cuyo espectro se destacan el impulso a la ciencia e hitos como la creación de la energía a vapor, eléctrica y atómica, los motores, las industrias, la navegación y sus aparatos barcos, trenes, autos, aviones, el cine, la televisión, la radio.
En su desarrollo se explica y tiene lugar el surgimiento de las grandes concentraciones humanas, las ciudades y todo loque en ellas requieren sus habitantes los bienes para sobrevivir material y culturalmente. Por supuesto, las complejidades, los desarrollos desiguales, la precariedad humana, y tantas otras cosas siguen, como en tiempos inmemoriales, alimentando guerras y revoluciones, violencias e injusticias, aunque no fueron creadas por el capitalismo.
La migración del hombre es asunto de siempre, desde cuando salió de África hacia otros espacios. El capitalismo ha moldeado instituciones y valores como el de la propiedad privada como condición indispensable para su desarrollo, las reglas de juego económico estables y seguras, la amplia circulación del pensamiento, la ciencia y la educación, no la bien con obstáculos y medidas que atenúen su eficacia pero sobrevive a pesar de los ensayos.
Hoy por hoy, nos dicen los conocedores y estudiosos del epifenómeno, asistimos a una tercera fase (no sabemos cuántas más vendrán) de su existencia, la denominada era de lo digital, la nanotecnología, la computarización, y demás creaciones que confluyen hacia lo que muchos se animan en llamar la Inteligencia Artificial, cuyos primeros experimentos se imponen a una velocidad que supera todos los límites de la imaginación y que retará a la humanidad, a todos los países y gobiernos a la reducción de la jornada de trabajo, a la ingeniería genética, a la producción alimentaria proteínica industrial, y al riesgo de probables accidentes derivados de la gran capacidad de autonomía de máquinas que reúnen en sus entresijos más conocimiento que cualquier científico o entidad del saber.
De modo que, insistir en el discurso anticapitalista y en consecuencia en contra de la acumulación de riqueza por países, empresas e individuos no deja de ser una actitud reaccionaria y una estupidez de quienes creen que el capitalismo llegó a su nivel más alto de incapacidad de resolución de los problemas humanos sobre el supuesto de que el capitalismo tiene una misión asimilable a la que tienen los partidos, las iglesias y unos despistados que no han podido encontrar ni diseñar un sistema alternativo. Que lo digan los rusos y los chinos.