La primera está asociada con el clientelismo que campea en partidos y movimientos políticos. Aunque la Constitución de 1991 se inspiró en la lucha contra ese flagelo, el mismo la sobrevivió y hoy sigue tan campante. Nuestros gobernantes se hacen elegir trinando contra él, pero consiguen sus votos y consolidan su poder gracias al apoyo de las famosas clientelas. De hecho, en ellas se basan para incrementar sus patrimonios. Lo que en su momento se consideró como positivos avances democráticos, la elección popular de gobernadores y alcaldes, en general, no ha traído consigo el mejoramiento de las condiciones de vida de las comunidades, sino la configuración de cotos de corrupción llamados a enriquecer a sus promotores y sus validos. La fuerza electoral de aquéllos termina fundándose en su capacidad para comprar apoyos mediante el empleo público, la contratación y los fementidos programas sociales. Para la muestra, estos dos botones: Si Quintero lo pide, estamos ahí (elcolombiano.com); Se destapa contratista de la Alcaldía de Medellín que no aceptó presión para apoyar a Corredor ni a Agudelo (elcolombiano.com).
No hay qué hacerle. La corrupción está enraizada en nuestra precaria cultura política que se centra en el voto de una ciudadanía proclive a dejarse seducir por cantos de sirena que en rigor son graznidos de cuervos, cuando no por el resonar de las monedas.
En la pasada campaña electoral los candidatos hicieron hincapié en las cifras de pobreza de nuestra población, que llegan al extremo de multitud de familias que pasan hambre. El problema es angustiosamente real y es menester que se actúe con denuedo para resolverlo. Pero las soluciones no están a la vista, porque en lugar de considerarlas con realismo se las ofrece a menudo en términos delirantes. Esas soluciones parten de la base de conciliar la generación de riqueza con una adecuada distribución de sus frutos. Pero a los políticos demagogos no se les ocurren ideas eficaces para lo primero, sino alocadas para lo segundo, tal como lo estamos padeciendo en estos momentos.
Urge un gran acuerdo nacional para identificar soluciones razonables en torno de estas dos grandes necesidades.
Por supuesto que la pobreza alimenta la corrupción. Pero hay algo muchísimo más grave: es fuente de violencia.
Como ha dicho el que hoy nos desgobierna, de joven se unió a la guerrilla para luchar contra lo que él y sus conmilitones consideraban un régimen opresor que condenaba a la pobreza extrema a la mayoría de la población. Ese mal argumento sigue convenciendo a los grupos armados ilegales que aducen motivaciones políticas para justificar sus depredaciones. Además, la pobreza viene asociada con el desempleo y el empleo informal que inclinan a muchos a la delicuencia.
El caso de los cultivos de coca, que es la primera etapa en el procesamiento y el tráfico de cocaína, es bien diciente. El desgobierno se niega a actuar para erradicarlos invocando la pobreza de los campesinos que se dedican a esos cultivos. Olvida que los altos niveles de violencia que padecemos están asociados inequívocamente con el negocio de la droga. Somos, hoy por hoy, un narcopaís y, en consecuencia, un narcoestado. Bien se ha dicho que la droga es la madre de todas nuestras guerras.
Colombia, desafortunadamente, ha experimentado una ya muy larga tradición de violencia de distintos géneros. La Constitución actual fracasó en su propósito de sentar las bases de una paz duradera, a pesar de haberla proclamado en su artículo 22 como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento.
Hay también por desgracia unos condicionamientos culturales que favorecen la violencia.
Ahora se habla de un "paz total" que ofrece todos los visos de un embeleco llamado a alentar a los distintos agentes violentos para hacer exigencias inusitadas que pondrían en grave riesgo la débil estructura de la autoridad. Es tema que amerita reflexiones más detalladas: sin autoridad sólidamente establecida y respetada no es posible que se afiance un orden pacífico.